Del fin de la historia a los neoabsolutismos

Daniel Ortega, presidente de Nicaragua, y su esposa y vicepresidenta, Rosario Murillo.
Daniel Ortega, presidente de Nicaragua, y su esposa y vicepresidenta, Rosario Murillo.

         Cuando cayó el Muro de Berlín, se celebró en occidente la muerte del absoluto marxista. Era la gran victoria del pensamiento postmoderno, a la que su unió la idolatría del sistema democrático, sintetizada en el fin de la historia profetizado por el politólogo americano Francis Fukiyama.

         Pero forzoso es reconocer que no se calibró bien la realidad profunda del absoluto islamista, ni la capacidad de resistencia del neosocialismo de las Américas, mezcla de populismo y marxismo, amparada y bendecida por la teología de la liberación. Se mantuvo en occidente un izquierdismo acrítico que apoyaría cualquier manifestación anticapitalista y antisistema, como el que configuró en Cataluña la gauche divine, más artística que política, pero con vocación de difundir una visión ácrata de la vida que ocultaba su profundo origen burgués.

         El izquierdismo urbano, de salón, ha incorporado los principales ingredientes del ecologismo, acentuando exigencias radicales: por ejemplo, en sus propuestas de alimentación o en su guerra al coche. Pueden hacer más limpio el aire de las ciudades, pero obligarán a una nueva emigración, quizá más contaminante, ante el cierre de cultivos y fincas agropecuarias.

         En el plano político y social, destacan por el asistencialismo, con el riesgo de cerrar la salida de las indigencias y un mayor empobrecimiento cultural e intelectual de los más desfavorecidos. A la vez, no dejan de apoyar a los líderes de la izquierda de países más o menos lejanos, para defender la democracia de los peligros del populismo de la nueva y no siempre extrema derecha. No advierten que están apoyando a auténticos enemigos de la libertad, tanto en América como en Oriente Medio.

         Se produce así el fenómeno contradictorio del grito ansioso contra Giorgia Meloni y el clamoroso silencio frente al nicaragüense Daniel Ortega o el argelino Abdelmayid Tebún. Se trata de absolutismos de signo diverso, pero con el denominador común de oprimir la libertad, hasta extremos increíbles. Al final, me apena que paguen el pato pueblos menos desarrollados, expropiados por razones ideológicas de la acción de los cristianos en sus países.

         Me refiero, en concreto, a la expulsión de Nicaragua de las religiosas de la santa Madre Teresa de Calcuta, y a la cancelación de Caritas en Argelia. Se puede argumentar que no es una persecución contra la fe católica. De hecho, hay creyentes que prefieren vivir las exigencias de la caridad de modo personal, no institucional. Pero a nadie, con un mínimo sentido de la solidaridad humana, se le ocurre prohibir la ayuda social que proviene de iniciativas sólidas nacidas históricamente de convicciones religiosas, pero que actúan de acuerdo con el derecho común.

         Ese tipo de dictaduras suelen encubrir sus decisiones absolutistas como  aplicación del ordenamiento jurídico: summum ius, summa iniuria. Pero sus argumentos son tan disparatados como aquellos rumores de los caramelos envenenados, que distribuirían los curas y las monjas entre los hijos de las familias trabajadoras.

         Así, Daniel Ortega ha aislado del mundo a Nicaragua con sus ataques a los diplomáticos occidentales: aparte del caso límite de la expulsión del Nuncio del Vaticano, acaba de declarar persona non grata a la embajadora de la Unión Europea –que abandonó lógicamente el país-, rompió relaciones con los Países Bajos y rehusó recibir al nuevo representante de Estados Unidos. Pero nada comparable con la insólita prohibición del trabajo heroicamente asistencial de las Misioneras de la Caridad de la santa Madre Teresa de Calcuta. Y no hace falta contar las detenciones de sacerdotes y de algún obispo, así como las violencias destructivas contra lugares de culto.

         Por su parte, en Argelia la Jerarquía católica se ha visto obligada a dejar las tareas asistenciales de Cáritas a partir del primero de octubre, para cumplir la petición expresa de las autoridades públicas, que aplican la legislación contra ONG extranjeras, que realizarían actividades “al margen de la ley”. Según parece, ni siquiera aducen artículos supuestamente infringidos. Lejos queda el documento sobre la fraternidad humana para la paz mundial y la convivencia común, firmado en Abu Dabi hace tres años por el papa Francisco y el jeque suní Ahmed al Tayyeb, Gran Imán de Al Azhar (El Cairo).

 

         Me parece indispensable gritar una vez más a favor de los derechos humanos básicos –universales, no occidentales-, contra estas palmarias violaciones: son más graves aún que las de Irán que comenté la semana pasada, siempre con la esperanza –in spe, contra spem- de una evolución favorable a las libertades fundamentales de los ciudadanos.

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