Del fin de la historia a una nueva cultura de paz

Me pide José Apezarena una colaboración periódica con ECD, y lo acepto con gusto. Escribo estas primeras líneas cuando comienza el año, fecha de la celebración de la Jornada Mundial de la Paz desde hace 45 años. El evento coincide con circunstancias difíciles para la concordia: permanecen viejos conflictos regionales, no se cierran las heridas de otros, y la amenaza se cierne sobre países de África, mientras la postura radical de Irán aporta auténticos riesgos de una gran guerra: la comunidad internacional no aceptará sin respuesta un cierre del tráfico marítimo en Ormuz.

La historia relativamente reciente del planeta ha conocido momentos de máximo optimismo y esperanza, truncados pronto por las dos terribles guerras mundiales del siglo XX, increíbles monstruos de la razón política. Con las tiranías inhumanas de la Alemania nazi y de la URSS, dieron la puntilla al mito del progreso perenne e irreversible, basado en una fe casi ciega en la razón y en la ciencia, elemento esencial de la Ilustración.

Muchos recordarán cómo el miedo a los “absolutos” contribuyó al nacimiento de la cultura “postmoderna” y del pensamiento “débil”. Coincidió pronto con el avance de la globalización, que estableció condiciones para aferrarse a nuevos motivos de optimismo. El punto crucial, que parece ahora más irreal que nunca, fue la difundida tesis sobre “el fin de la historia”. Entre Fukuyama y Friedman, ya desaparecidos, fue progresando otro pensamiento “único”, que ponía como ejes del mundo futuro el avance conjunto de la democracia y del libre mercado.

Los medios de comunicación vuelven a hablar estos días, en sus balances informativos de 2011, de los “indignados”. Nunca me agradó que se dedicase tanto tiempo y espacio a unas posturas de escasísimo fuste intelectual y de gran conformismo práctico, a pesar de su aparente rebeldía. Pero, desde luego, es un síntoma más de que el futuro no se construye por sí solo. Muy en concreto, la convivencia pacífica entre las personas y las comunidades políticas exige mucho esfuerzo por parte de todos.

Hace falta sentido crítico. No caben bobaliconerías que magnifican eventos sin calibrar su origen y sus consecuencias. Basta pensar en el desconcierto de las potencias occidentales que han contribuido a la “primavera” de Túnez, Egipto o Libia. Habrá quien recuerde el triunfo electoral del partido islamista en Argelia en 1992, cortado de raíz por el golpe de estado militar tan bien acogido entonces en Europa. Dentro de unos días se cumplirán veinte años de la dimisión del presidente, Chadli Benyedid: teóricamente para salvaguardar los intereses del Estado, se evitó el acceso al poder de los fundamentalistas musulmanes.

El futuro de la democracia en África no es tan fácil como parecía. Ni en el espacio de la Liga Árabe ni en el resto del continente. Somalia sigue su curso de guerra civil y depauperación. La escisión de Sudán en dos Estados no ha logrado la paz. La región congoleña de los Grandes Lagos puede ver el recrudecimiento de una guerra civil nunca cerrada. En varios Estados de la federación de Nigeria se decreta el estado de excepción ante el incremento del terrorismo islamista. Menos mal que parece avanzar hacia la concordia la en su día emblemática Costa de Marfil.

Una mirada a Oriente no es más esperanzadora. Se ha truncado el proceso de paz en Israel, que condiciona toda la región. Los ejércitos occidentales dejan Iraq en una inestabilidad endémica, mientras el mundo se “acostumbra” al terrorismo “rutinario”. Ya he mencionado a Irán. Y, en la zona, la cuestión kurda dista de haberse encauzado. Poco se puede añadir a la continua información sobre Afganistán y Pakistán, o sobre el cambio de líder en Corea del norte, un país militarizado y hambriento.

A pesar de todo, se impone abrir 2012 con una actitud de confianza, como recomendó Benedicto XVI en su mensaje para la jornada mundial de la paz de este año. Aunque reconoce con realismo que “el año que termina ha aumentado el sentimiento de frustración por la crisis que agobia a la sociedad, al mundo del trabajo y la economía; una crisis cuyas raíces son sobre todo culturales y antropológicas. Parece como si un manto de oscuridad hubiera descendido sobre nuestro tiempo y no dejara ver con claridad la luz del día”.

Ciertamente, como señala el Pontífice, el mundo necesita una verdadera “educación en la paz y en la justicia”, desde la familia a la escuela, en la sociedad y en las instituciones políticas. Sus bases están en la búsqueda de la verdad y en el respeto de los derechos humanos. Pero el futuro debe ser construido con el esfuerzo y la libertad de todos. No es “moralina”, sino aceptación de que no hay fórmulas mágicas para superar las crisis económicas, fortalecer la participación democrática o conseguir la concordia entre los pueblos. Ciertamente, frente a la tensión y las crispaciones, el mundo necesita más que nunca una cultura de la paz.

 
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