Frente a los asedios políticos a la independencia de los jueces

Fachada del Tribunal Supremo.
Fachada del Tribunal Supremo.

Siento vergüenza ajena ante las noticias sobre el interrogatorio en el Senado de Estados Unidos a la próxima juez del Tribunal Supremo, Ketanji Brown Jackson. Recuerda a sensu contrario las preguntas a Brett M. Kavanaugh y Amy C. Barrett hace unos años. No entro en modo alguno en la idoneidad jurídica, apenas cuestionada. Pero me cuesta mucho entender que, en el país de la libertad de conciencia, se insista en preguntas capciosas sobre la influencia de las convicciones personales en el trabajo de los jueces. Hasta la vigente Constitución española establece en 16, 2, que “nadie podrá ser obligado a declarar sobre su ideología, religión o creencias”.

Según mi experiencia personal a lo largo de los años, y en asuntos muy variados, los jueces suelen dictar sentencia con libre responsabilidad, con independencia del sistema de su nombramiento. Salvo que se demuestre en concreto lo contrario. Lo acaba de reconocer, el Tribunal de Luxemburgo en relación con nada menos que magistrados del Tribunal Supremo de Polonia nombrados en tiempos comunistas.

Pero cuando la presión sobre los juzgadores se consolida, especialmente en regímenes dictatoriales, se ven abogados a elegir entre el bien justo que podrían conseguir a pesar de todo, o a dimitir. Así, dos jueces británicos del tribunal supremo de Hong Kong han dicho que no pueden más: la radicalidad antidemocrática de la llamada ley de seguridad impuesta por Pekín, les impide cumplir las funciones para las que fueron nombrado. Es más: su continuidad podría aparecer como un respaldo a un gobierno que se ha apartado de los valores de libertad política y libertad de expresión, según declaró Robert Reed, antiguo presidente de la corte británica, enviado a Hong Kong tras el pacto de retrocesión de 1997.

Sin llegar ni mucho menos a los extremos de las dictaduras, existe otro tipo de riesgos en la administración de justicia que derivan del estatuto jurídico del ministerio público. En muchos países –como España- los fiscales dependen jerárquicamente del poder ejecutivo, aunque deban realizar su ministerio de acuerdo con los principios de legalidad e imparcialidad. Por esto, resulta incongruente que se les encomienden tareas más propias de los jueces, como la instrucción de procesos penales. Incluso en Francia, a estos efectos, se les considera sorprendentemente autoridad judicial, y no se ha reformado la ley, a pesar de la condena expresa del Tribunal europeo de derechos humanos, con sede en Estrasburgo. Un problema semejante fue dilucidado por el Tribunal de Luxemburgo respecto de Países Bajos. 

Por razones de este tipo hubo bastante oposición a crear la figura del fiscal europeo, aun con un campo de actuación bien delimitado. No estaba garantizada su independencia. Lo estamos comprobando estos días con la cuestión de competencias planteada en torno a la comunidad de Madrid, como si fuera el único asunto sobre aplicación de fondos comunitarios en España. Por mi parte, con la tranquilidad de quien se opuso públicamente a la creación de fiscalías especiales, me parece muy peligrosa la indiferencia ante las continuas declaraciones de representantes del ministerio fiscal: deberían dar cuenta de sus investigaciones al juez y a nadie más. Lo contrario es un atentado contra el estado de derecho y la buena fama de muchas personas.

Más éxito que la sentencia de Estrasburgo ha tenido en Francia el durísimo manifiesto de sus jueces, publicado el pasado 24 de noviembre, a raíz de algunas declaraciones del ministro de justicia y, sobre todo, de suicidios de colegas más bien jóvenes. Entre los firmantes y los adheridos, resultaba abrumadoramente mayoritario de la judicatura. Reclamaban los recursos personales y materiales indispensables para superar el dilema de juzgar rápido pero mal, o juzgar bien pero con retrasos inaceptables. No entraban en la cuestión de los fiscales.

La magnitud del problema ha determinado que la administración de justicia ocupe un lugar importante en los programas de los candidatos a las elecciones presidenciales que se celebran el próximo domingo. Apenas había estado presente en campañas anteriores, que reflejaban otras preocupaciones jurídicas de los ciudadanos, como el incremento de la inseguridad. Ahora, aun con matices –especialmente en cuanto a penas, prisiones, reinserción-, se produce un gran consenso sobre la necesidad de reforzar de veras los juzgados, con miles de jueces, secretarios y funcionarios judiciales. Lástima que el gran favorito, Emmanuel Macron, sea menos preciso y más modesto en este campo, porque se remite a los “estados generales de la justicia”: una gran consulta promovida por él, pero que no terminará su trabajo hasta después de la segunda vuelta. Y seguirá pendiente sine die, la reforma del estatuto del ministerio fiscal. 

En cualquier caso, la separación de poderes y la independencia jurisdiccional no es amenaza, sino garantía de libertad. Y me permitir insistir: si, como se dice, los jueces sólo hablan en sus sentencias, resulta muy negativo que los fiscales aparezcan a diario en los medios de comunicación, con evidente indefensión del ciudadano... que el ministerio público debería defender. 

 
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