El fútbol internacional, asediado por el comercio y el nacionalismo

Mundial de fútbol 2018
Mundial de fútbol 2018

Sorprendentemente, al menos para mí, ha lanzado una campaña para animar a los aficionados estadounidenses -han crecido poco a poco-, para que se comprometan con el apoyo a otra selección nacional: un modo de animar la audiencia, para evitar la previsible caída de ingresos por publicidad y patrocinios, así como para competir con cadenas dirigidas al público hispano, que apoyará sin duda a selecciones del sur. No puedo por menos de recordar, en este contexto, la tesis de Juan Antonio Samaranch en los noventa, sobre la incorporación de nuevos deportes a los Juegos Olímpicos: "Un deporte que no dé bien en televisión, tiene un porvenir bastante oscuro".

El fútbol resulta paradigmático: como tantas otras competiciones, forma parte hoy de la industria del ocio. Ofrece espectáculos de primera magnitud. No tengo datos de la final de la Champions en Kiev, pero la anterior, en Cardiff, fue seguida por 350 millones de personas en el mundo (por si es útil la comparación, 186 millones de personas conectaron el 23 de mayo con Eurovisión 2018). Aparte de las medallas, está en juego mucho dinero, con el riesgo de fagocitar los elementos éticos y lúdicos más nobles de lo deportivo.

A ese riesgo se une cada vez más el del nacionalismo. Se puede recordar la importancia que la Unión Soviética y los entonces llamados países "satélites" concedían al "medallero". Era como una gran confirmación del prestigio de las políticas que regían los destinos nacionales. Puede entenderse desde el simple patriotismo, siempre que no llegue a extremos irracionales, dentro de la actual paradoja del resurgir de los nacionalismos frente a la globalización, reflejada también en lo deportivo.

No conté las nacionalidades de los jugadores en la Final Four del baloncesto europeo. Tampoco me detuve mucho en la entrega de trofeos, tras la victoria del Real Madrid: pero vi a jugadores que se arropaban con las banderas de España, México y un país balcánico. Resultaba patente la internacionalidad de ambos finalistas, también en el cuadro de Estambul, que se veía obligado esta vez a entregar el relevo a un equipo con solo cuatro españoles en plantilla (uno más que los vencedores en Kiev). Al cabo, en esas competiciones, no está en juego el honor de una patria, sino la trayectoria de un club -inseparable de la cuenta de resultados- y la euforia o la depresión de sus seguidores.

Desde esa perspectiva, se comprende la importancia secundaria de los himnos nacionales, como se comprueba en la actitud de jugadores de color en equipos de fútbol americano. Lo anómalo es llegar a las pitadas. Aquí pasan sin pena ni gloria. Pero me parece recordar que gobernaba François Chirac cuando pitaron la Marsellesa en el Parque de los Príncipes de París. Fue fulminante la reacción del presidente de la República. Contrasta con la pasividad española, reflejo quizá de una sociedad desmedulada y en tantos aspectos sometida a los excesos de la corrupción o del simple pasotismo. No pasaría nada por suprimir los himnos, sobre todo en deportes cada vez más globales. Aunque lo mejor será respetarlos, como signo de pertenencia a una patria, en línea de la virtud clásica romana de la pietas, concepto republicano antes que manifestación de la religión cristiana.

Pero escribo porque no me gusta el exceso de nacionalismo, tampoco en los juegos más populares, con el riesgo de aumentar una violencia difícil de atajar. También en Francia acaban de sufrir manifestaciones anómalas –nada deportivas- ligadas al independentismo de Córcega. Los sucesos evocan escenas de películas neorrealistas italianas de los cincuenta, ahora en torno a la promoción a la primera división del fútbol.

Como escribía Le Monde tras un Ajaccio-Le Havre plagado de incidentes, los directivos del fútbol corso prefieren jugar la carta de la victimización, alentada por los dirigentes regionales. Ante el bloqueo y balanceo del autobús del Havre camino del estadio de Ajaccio, el prefecto de Córcega decidió suspender el encuentro. No se atendió después el ruego de jugar a puerta cerrada o posponerlo hasta que se calmasen los ánimos. Como era previsible, se produjeron insultos racistas, invasión del campo, violencia contra directivos..., y ganó el Ajaccio.

Los dirigentes de la Liga se vieron obligados a imponer una sanción al equipo local –aunque hasta ahora no era muy popular en la isla, según dicen-, pero benigna: el siguiente partido, contra el Toulouse, se jugó en campo neutral: Montpellier, con derrota del "local", confirmada después en la cancha de Toulouse. El Ajaccio no sube a primera, pero lo sucedido se ha transformado por políticos nacionalistas en "avalancha de odio anticorso", con denuncia por parte del presidente del ejecutivo regional de un "clima de histeria anti-Córcega", una "presión política al más alto nivel". Y no es sólo por la coincidencia casual de que el actual primer ministro francés, Edouard Philippe, fue alcalde del Havre... Ciertos nacionalismos contaminan todo lo que tocan.

 
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