El futuro de la socialdemocracia europea

Al cumplirse los 150 años de la fundación del SPD alemán, tras los resultados de las últimas elecciones en Francia e Italia, la socialdemocracia europea encara su futuro con menos pesimismo. En el caso de España, está por ver si el cambio de liderazgo en el partido socialista le reorienta hacia posturas más conformes con el nombre, y le aleja de planteamientos propios de partidos radicales, que a más de uno nos parecen desfasados, también por su notoria intolerancia.

No basta repetir el tópico de que interesan las ideas, no las personas. Porque la vieja Europa está desconcertada en cuestiones demasiado importantes. Y no existen referencias más o menos míticas como las que en nuestra juventud representaba el modelo sueco o la autogestión yugoslava. Hoy, hasta en los países escandinavos, la socialdemocracia trabaja en la oposición, en buena medida como consecuencia de no haber comprendido los cambios sociales: la dramática deriva ha conducido a la tiranía del individualismo, a la volatilidad de los ciudadanos ante las urnas y a la crisis del sindicalismo.

Resulta sorprendente esta situación cuando la crisis económica mundial muestra la cara más rechazable del capitalismo financiero. No cabe el derrotista análisis de Jenny Anderson, profesor de Sciences Po en París: "la socialdemocracia está en un agujero negro", o el de Massimo D'Alema, que proponía enterrar el término "socialismo", como en EEUU (cfr. Le Monde, 19-I-2011). Se impone repensar viejos tópicos.

En una sociedad compleja, no basta la mera apelación a la solidaridad, al Estado del bienestar, o al compromiso ecológico con la defensa de un crecimiento sostenible. En el fondo, son valores que pertenecen al acervo colectivo, con independencia de su genealogía. Sin perjuicio de recortes transitorios, se puede discutir sobre la cuantía de las prestaciones o los modos de financiación. Como se debate la ley electoral o el sostenimiento de partidos o sindicatos, dentro de un paisaje compartido por todos. Pero la aceptación del libre mercado se ha confundido demasiado con la del capitalismo, como si sólo este contribuyera al desarrollo tras el estrepitoso fracaso de la malhadada forma soviética del socialismo.

No se pueden invocar las clases sociales, cuando Europa es cada vez más igualitaria, o barrios obreros se decantan por Marine Le Pen en Francia, o se difumina a favor de la derecha el antes "cinturón rojo" de Madrid. Como señaló lúcidamente Edgar Morin tras la caída del Muro, se produjo un intento de conservar el viejo poder comunista con fórmulas nacionalistas. Quizá por esto, en España la postura socialdemócrata ha dado demasiadas vueltas y revueltas respecto del juego entre autonomía y unidad del Estado.

De otra parte, la socialdemocracia no debería aceptar situaciones como las provocadas por la marea de la indignación: quiérase o no, enlaza con los populismos europeos, más bien de corte derechista y potencialmente violentos, a pesar del esfuerzo de tantos por asegurar planteamientos pacifistas.

Urge el debate sobre valores. En la izquierda europea están muy presentes algunos más o menos derivados del mayo francés de 1968, que llegan hasta el modelo de un "socialismo liberal". No parece que sus clásicos y cada vez menos fieles votantes estén por esa labor: defensa a ultranza y sin matices de todo lo relacionado con la homosexualidad, actitud positiva sin apenas fisuras ni condiciones hacia los inmigrantes, laicismo demasiado comprensivo con el Islam, ambigüedad en la lucha contra las drogas, ampliación del Estado de bienestar a situaciones personales discutibles mientras se reducen los derechos de los jubilados, relativa indiferencia ante desórdenes públicos o la inseguridad ciudadana.

La búsqueda de la justicia con libertad exige un Estado fuerte, sin estatalismo. No tiene que ver con tamaños: en España siguen existiendo departamentos ministeriales sin apenas competencias. La fuerza radicaría en la efectiva organización para evitar, con reglas precisas –no excesivas‑, el predominio de los poderosos de cada momento: no son ya el ejército o la Iglesia quienes imponen sus criterios, sino los dueños de la comunicación a lo Murdoch o las grandes instituciones financieras, capaces de distorsionar el funcionamiento del mercado y de provocar especulaciones inimaginables.

Vale la pena reflexionar sobre estos problemas reales, de máxima entidad. Quizá prevenidos contra cierto autismo político, favorecido por una partitocracia proclive al caudillaje. Y, como telón de fondo, el esfuerzo para reducir al máximo un abstencionismo de perfiles nihilistas.

 
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