El fututo del socialismo belga puede ir de la mano del Islam

Barrio de Molenbeek, en Bruselas.
Barrio de Molenbeek, en Bruselas.

Recuerdo la cara de asombro de algunos contertulios a finales de 1989 cuando, a propósito de la caída del Muro de Berlín, comenté que no significaba, a mi juicio, el “fin del absoluto”. No mucho después, si no me falla la memoria, alcanzó notoriedad mundial el artículo de Francis Fukuyama sobre “el fin de la historia”. Pero se trataba de una visión más bien centrada en occidente, como se comprobaría muy pronto.

Porque se advertía ya el impulso del absoluto islamista, disimulado entonces en fórmulas ambiguas del norte de África, como la dictadura militar egipcia o la monarquía alauita de Marruecos. En estos dos países, no había emergido la fuerza de la ideología encarnada por los "Hermanos musulmanes". Más bien prevalecía un socialismo moderado, protagonizado por la escisión del ala izquierda del Istiqlal, con Ben Barka a la cabeza. Y se hablaba a veces de un socialismo árabe. Hoy podríamos referirnos a un cierto islamsocialismo dentro del mundo occidental.

No puede extrañar la comprensión con lo musulmán que reflejan algunos partidos socialistas europeos. No han pensado suficientemente sus raíces totalitarias cuasi-religiosas, amortiguadas en la socialdemocracia, que coinciden en gran medida en la identificación de política y creencia propia del orbe islámico. Se resisten a aceptar, por mucho que invoquen el concepto de laicidad, que sólo en el cristianismo existe de veras una no siempre fácil distinción entre religión y política, entre los debido a Dios y al César.

No hace nada, con motivo de las elecciones en Baviera, se ha puesto de relieve el fracaso democristiano, al perder la mayoría absoluta: la CSU –socio de la CDU en la República federal- obtuvo el 37,2% de los votos, 10% menos que en 2013. Se especula sobre sus consecuencias globales, aunque Baviera no llega a diez millones de habitantes, frente a los 62 de Alemania. Sobre todo, si se tiene en cuenta que el partido socialdemócrata no ha llegado en Baviera, sólo por tres décimas, al umbral simbólico del 10% (una caída del 10,9% respecto de 2013).

Dentro del declive de los partidos clásicos, quizá quien más necesita recuperar el norte es la socialdemocracia. Parece seguir la estela del partido demócrata de EEUU, con especial atención a las minorías. Puede ser una explicación para la reacción habitual contra las manifestaciones de islamofobia, por pequeñas que sean, en serio contraste con la actitud ante la violación de tantas otras libertades en Europa o en el mundo.

Tal vez por esto, como señala un sagaz comentarista italiano tras las elecciones municipales belgas, el Islam no necesita un partido propio, porque le basta con el socialista. Así lo deduce Leone Grotti de los resultados en Molenbeek, conocido como el centro europeo del terrorismo islámico internacional, donde se presentaba a los comicios “Islam” (acrónimo de Integridad, Solidaridad, Libertad, Autenticidad y Moralidad). Entre sus propuestas, introducir la sharía y la comida halal para todos, o separar los asientos en los autobuses (hombres delante y mujeres detrás). Nada semejante en Alemania, donde hay más de tres millones de turcos, o en Francia, donde la religión musulmana es la segunda del país. Pero “islam” sólo obtuvo el 1,8% de los votos, y perdió el concejal que tenía desde 2012.

Ganó el partido socialista, liderado por Catherine Moureaux, hija del histórico burgomaestre de Molenbeek, con el 31,34% de los votos. Los musulmanes, que representan el 45% de la población de ese ayuntamiento, no votaron por el “islam”, porque de hecho no lo necesitan para evitar que las mujeres se sienten en las terrazas de los bares, o que hombres y mujeres coincidan en las piscinas municipales. A título anecdótico, pero significativo: el imán de la mezquita de Al Khalil, la más grande de Molenbeek, ha dirigido la oración durante treinta años y todavía no habla francés.

El viejo Moureaux, en el poder durante veinte años, hasta 2012, tachaba de islamófobo a cualquiera que se opusiera a sus costumbres. Comprendió pronto que el futuro del socialismo pasaba por los inmigrantes naturalizados belgas, un auténtico batallón electoral. Su hija continuará con esa política, sin entrar en el problema de las abundantes mezquitas ilegales; en cambio, procurará evitar que los jóvenes vayan a la cárcel, “culpable” de su radicalización. Y Catherine no descalifica ya a sus oponentes como islamófobos, sino por tener “como único ideal el de una sociedad totalmente blanca y de raza aria”.

 
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