No se puede gobernar Europa desde un paraíso fiscal como Luxemburgo

            Revelaciones periodísticas sacuden de nuevo la información internacional con la confirmación documentada de cosas que “se sabían”, pero nadie hacía nada para evitarlas. La triste realidad en la lucha contra el fraude –que no afecta sólo a las cuentas públicas ni a los impuestos de los ciudadanos‑ es que poco se andará si no se aborda el problema de los paraísos fiscales dentro de las fronteras de Estados que afirmar su deseo de protagonizar esa guerra fiscal.

            Ciertamente, resulta sospechoso que el "LuxLeaks" haya saltado a la opinión apenas nombrada la nueva comisión europea presidida por Jean-Claude Juncker: durante tiempo fue primer ministro y, por tanto, responsable último de la hacienda pública del Gran Ducado de Luxemburgo, que habría acogido demasiado favorablemente a grandes empresas multinacionales. No está hoy la Unión Europea para renunciar a miles de millones de ingresos tributarios.

            Desde luego, el cui prodest de la cuestión apunta una vez más hacia indignados y populismos de diverso signo. Pero el asunto tiene que ir más allá de intereses partidistas o del mero escándalo, en la línea de recuperar dentro y fuera de Bruselas esa racionalidad sensible de la función pública, a la que se refería brillantemente Antonio Muñoz Molina en la cuarta de El País del domingo 9. En el fondo, más importante que alimentar la desconfianza hacia la clase gobernante –por justificada que esté‑, parece recordar y fomentar criterios éticos, constitucionales y prácticos sobre el buen gobierno de la cosa pública, que pasa por la imparcialidad y profesionalidad de sus funcionarios: desde su selección hasta las reglas de ejercicio de su tarea.

            Nunca he entendido, por ejemplo, la pléyade de asesores –nombrados a dedo, aunque muchos hayan ganado algún tipo de oposición‑ que aparecen en casi todos los ámbitos de la Administración española. ¿Qué sentido tiene ese enorme gabinete del presidente del Gobierno en Moncloa, cuando podría disponer de una información excelente, recabada en cada caso a los departamentos competentes? Esa gran duplicación va recorriendo todo el país, hasta llegar a los modestos asesores que malviven del exiguo presupuesto de ayuntamientos mínimos. En cambio, se desfiguran controles clásicos y eficientes, como los de los interventores en las diversas escalas, o los nunca bien ponderados secretarios municipales que alertaban –con expresión en acta‑ de posibles ilegalidades.

            En su editorial del pasado día 8, el diario Le Monde rechaza la dimisión de Juncker. Es más, recuerda su habilidad para designar en la comisión de Bruselas a personalidades de países no precisamente ejemplares en el ámbito de sus competencias, comenzando por el nombramiento del francés Pierre Moscovici para economía. La cuestión es si, desde su innegable experiencia, Juncker será capaz de contribuir a una efectiva cooperación en materia fiscal entre los Estados europeos. Pero más allá de ese comentario, quizá excesivamente pragmático, tal vez debería contemplarse el efecto catártico de una dimisión en los tiempos actuales, ante una corrupción desenfrenada.

            Nada sucederá probablemente, habida cuenta de la amplia confianza de la que goza en la Eurocámara Jean-Claude Juncker, considerado en su día como “un europeo casi perfecto”: democristiano con inquietudes sociales, capaz de ganarse el apoyo del grupo socialdemócrata, a pesar de la reticencia hispana, especialmente desde su trabajo al frente del Eurogrupo desde 2005.

            Hace poco me refería al avance logrado en Berlín en el campo del intercambio automático de información fiscal. Se abre ahora otro tiempo de esperanza, ante la cumbre de Jefes de Estado y de Gobierno del G-20 que se celebrará en Brisbane el 15 y 16 de noviembre. Sin duda, no faltará el apoyo de Estados Unidos, en un campo en que puede y debe destacar el hoy maltrecho presidente Obama tras las últimas elecciones para el Congreso. El diario de París no olvida –en apoyo de su optimismo‑ de que las principales regulaciones financieras fueron concebidas y adoptadas en tiempos de crisis y escándalos.

            La gran duda, a pesar de la posible coyuntura favorable a una más eficiente guerra contra el  fraude, es si Jean-Claude Juncker podrá sentarse con la cabeza alta en la mesa de negociaciones en Australia este próximo fin de semana. La credibilidad ética y financiera de la Unión Europea no llega a Brisbane en su mejor momento, con este desdichado punto de partida desde Luxemburgo. Pero el mundo necesita signos efectivos de un cambio ético profundo.

 
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