La guerra olvidada del Congo, con cientos de niños soldados

Sólo de tarde en tarde la opinión pública española recibe información de tantas guerras olvidadas como, por desgracia, se libran en el mundo, sin que la ONU ni otras organizaciones internacionales consigan encauzar pacíficamente los conflictos. No es fácil, porque se trata de luchas civiles y, con frecuencia, tribales, en el tercer mundo. Sus orígenes se pierden en la historia de las colonias y, sobre todo, de la demasiado rápida descolonización de los sesenta, una de las páginas más oscuras de la guerra fría.

Uno de esos lugares dramáticos se sitúa en el noreste del antiguo Congo Belga, actualmente, República Democrática de Congo. El nombre del Estado evoca, para quien no haya vivido los hechos, el nacimiento de una nueva nación manu militari. Pero el gobierno relativamente estable en la capital Kinshasa, resulta compatible con la persistencia de acciones bélicas en una zona, dependiente también del conflicto ruandés.

Los rebeldes del llamado M23 (movimiento del 23 de marzo) son especialmente crueles, implacables. A finales del año pasado, cuando tomaron el control de la ciudad de Goma –capital regional de la rica región minera del Nord Kivu-, secuestraron mujeres y niños, a pesar de la proximidad de cascos azules de la ONU.

Se produjo entonces una resolución del consejo de seguridad, presentada por Francia, para imponer nuevas sanciones a los dirigentes del M23, Baudoin Ngaruye et Innocent Kaina, y condenar todo apoyo exterior a los rebeldes: aunque no se menciona expresamente, fuentes de Naciones Unidas están persuadidas de que la ayuda más importante procede de Rwanda, y también de Uganda, aunque sus autoridades lo desmienten.

Los líderes del M23 son militares que, después de participan en un golpe precedente, se integraron en el ejército del Congo en 2009, tras los acuerdos de paz. Pero volvieron a alzarse en armas en la primavera de 2012, argumentando que el presidente congolés, Joseph Kabila, no había cumplido sus compromisos. Exigían el mantenimiento de todos los oficiales en su graduación y rechazaban los destinos a otras unidades y regiones, lejos de su zona de influencia en el este.

En el trasfondo de conflictos que no cesan desde hace al menos dos décadas, está la gran riqueza agrícola y minera de la región (oro, coltán, casiterita). Contra el gobierno de la República del Congo, atrae inmoderadamente a los diversos movimientos rebeldes y a los países limítrofes (Uganda, Rwanda, Burundi).

Lo más trágico del conflicto es la abundancia de niños soldados, a partir de los secuestros perpetrados por los rebeldes. Ciertamente, todas las comparaciones son odiosas, pero a mi entender la ONU debería ser mucho más beligerante en la erradicación de esos abusos, tan criminales contra la humanidad como las armas químicas de Siria.

No basta enviar a una región cascos azules como fuerza de interposición. Es preciso dotarles de una mayor capacidad de intervención efectiva. Como lamentaba el pasado noviembre el ministro de exteriores francés, Laurent Fabius, no se sostiene que la misión confiada a los 17.000 cascos azules desplegados en la R.D. del Congo no les permita actuar contra "unos centenares de hombres". Algo de esto recogió el acuerdo regional para la paz firmado en Addis-Abeba por once países africanos el pasado mes de febrero. Pero sigue siendo ineficaz, como se desprendía del comunicado final de la asamblea plenaria de los obispos del Congo celebrada a comienzos de julio.

Menos mal que, según la Oficina de Coordinación de Asuntos Humanitarios de las Naciones Unidas, habrían sido liberados entre marzo y agosto más de 550 niños de las milicias rebeldes que actúan en Katanga (sur este), provincia tristemente famosa por la guerra civil de los sesenta.

 
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