Impaciencia y nostalgia cuando termina un annus horribilis

Entre las facetas de la actual coyuntura histórica, me atrevo a elegir hoy la decepción de tantos ante la caída del mito del progreso perenne e irreversible. Actitudes prácticas muy diversas reflejan el desconcierto que supone la falta de recursos humanos básicos para admitir y superar el descubrimiento de la propia vulnerabilidad. Se busca una vez más que otros resuelvan los problemas propios, pero la gente se topa con la incertidumbre de los científicos y la incapacidad de los políticos. Y aparecen unas dosis de insatisfacción, agravadas por la inmediatez y urgencias de las técnicas informáticas, que llevan a la impaciencia y provocan decisiones improvisadas y erróneas.

En la vida pública, a mi entender, por ahí va el caldo de cultivo de nacionalismos y populismos: nostalgia de un pasado heroico –tantas veces discutido por los científicos de la historia-, unida a la exigencia de “soluciones, ya”, algo más bien imposible en una sociedad tan compleja como la actual.

Ciertamente, se nos puede acusar de nostalgia a quienes propugnamos la vuelta a los clásicos, la primacía del conocimiento sobre la mera acción, la búsqueda de la verdad en medio de tanta desinformación y propaganda comercial-política, el valor social de las profesiones de servicio, la buena educación formal en las relaciones humanas, o la ética de los procedimientos en la vida pública. Nos gusta pensar que la conspiración de Bruto contra César perseguía el mantenimiento de “virtudes republicanas”, más allá de la lucha por el poder.

La nostalgia del auténtico sentido de la autoridad –reducida hoy tantas veces a mera potestad-, no tiene por qué abonar planteamientos populistas o nacionalistas. Al contrario, puede caminar hacia una refundación de la vida democrática moderna. En el caso de Europa, mirar atrás y valorar de veras los grandes principios inspiradores de los Schuman, De Gasperi, Monnet o Adenauer.

Uno de los grandes testigos del siglo XX fue Juan Pablo II. Guio a la Iglesia y, en cierto modo, al mundo en el cambio de milenio. Releo de vez en cuando unas páginas de su carta Tertio millennio adveniente, de 10 de noviembre de 1994, como preparación del jubileo del año 2000. Señalaba de modo conciso y brillante las luces y sombras de esa época, consciente de que “en el cristianismo el tiempo tiene una importancia fundamental”.

En la vida civil, consideraba un signo de esperanza –y lo es, como muestra la capacidad de respuesta ante la actual coyuntura sanitaria- los progresos realizados por la ciencia, por la técnica y sobre todo por la medicina al servicio de la vida humana, un sentido más vivo de responsabilidad con relación al ambiente –no ha dejado de crecer, especialmente a partir de París 2015-, los esfuerzos por restablecer la paz y la justicia donde han sido violadas –aunque persistan flagrantes situaciones injustas en el mundo-, la voluntad de reconciliación y de solidaridad entre los diversos pueblos, en particular en la compleja relación entre el Norte y el Sur del mundo.

Observar el mundo con sosiego ayuda a saber esperar, a superar la impaciencia. Alguien ha señalado que el conflicto del Alto Karabaj es como una prefiguración de las guerras de mañana: letalidad tecnológica, drones de ataque, guerra psicológica a través de las redes sociales. Pero también ha mostrado la capacidad de respuesta de la mediación internacional al servicio de la paz. Algo semejante sucede en el conjunto del planeta: existe capacidad de superar los problemas, si se acepta contar con el tiempo y admitir la aparente paradoja de que la vulnerabilidad confirma la necesidad de renuncias al servicio de los demás: el bien común es mucho más que el interés general.

Tal vez sea preciso, puestos a ser nostálgicos, reconocer que la denostada cultura medieval era quizá más sabia que la nuestra, y no sólo por su capacidad de construir catedrales para mí nunca superadas, por la influencia de veranos con abuelas en tierras de Castilla. Sobre todo, porque en sus universidades el orgullo científico se atemperaba por el sabio reconocimiento –hoy más actual que nunca- de su docta ignorantia.

 
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