La importancia de los procedimientos en la vida pública

El presidente de Francia, Emmanuel Macron, se dirige al presidente de España, Pedro Sánchez.
El presidente de Francia, Emmanuel Macron, se dirige al presidente de España, Pedro Sánchez.

         No querría aparecer como moralizador. Pero no deja de asombrarme la capacidad de algunos grandes políticos para negar la evidencia. Empiezo a escribir esta columna, cuando arranca en Francia la convención ciudadana sobre el fin de la vida: 150 franceses, elegidos por sorteo, se reunirán en sesiones de tres días, escalonadas hasta marzo. Se repite el modelo que actuó Macron por vez primera hace dos años –salvo error por mi parte- para recibir sugerencias en la lucha contra los problemas derivados del cambio climático.

         Se trata ahora de dar vueltas a la necesidad de reformar o no la vigente ley sobre el fin de la vida, conocida como ley Claeys-Leonetti, por los nombres de los dos ponentes, el primero socialista y el segundo chiraquiano. No se incluyó el tema en los “estados generales” de la bioética en 2018, por entender que, además de su aprobación con amplísima mayoría parlamentaria, respondía bien a los problemas humanos de esa etapa final de la vida: necesidad de implantar los cuidados paliativos en el sistema público de sanidad, rechazo de la eutanasia y la asistencia al suicidio, sedación profunda y continua –hasta la muerte- para enfermos incurables con pronóstico a corto plazo y sufrimientos insoportables.

         Como en la convención precedente, sus propuestas no son preceptivas. Es más, leyendo entre líneas un reciente gran relato de Le Monde, que intenta penetrar en la conciencia del presidente, da la impresión de que, en contra de lo que había dicho, Macron parece ahora dubitativo sobre la oportunidad de la reforma. En cualquier caso, el ordenamiento constitucional francés tiene suficientes procedimientos para adoptar una solución con plenitud de garantías, frente a lo que puedan aportar unas decenas de ciudadanos sobre tema tan delicado –y sometido a demasiadas presiones y sentimientos encontrados-, como es el fin de la vida. Aquellos procedimientos democráticos clásicos, siempre con limitaciones, evitan la arbitrariedad de los gobernantes.

         Estos días se ha producido también el relevo –por usar un término piadoso- en la presidencia de Perú. Como viene sucediendo con relativa frecuencia –al menos, en mi memoria, desde Allende en Chile-, cuando líderes de la izquierda iliberal llegan a la cúspide por elección democrática, imponen enseguida reformas jurídicas para silenciar toda oposición y perpetuarse en el poder. Todo indica que era la pretensión de Pedro Castillo, pero no contó con la capacidad de reacción del parlamento que se proponía disolver. De momento, sigue al frente del país andino una persona –la primera mujer que llega a la presidencia- de su mismo partido, pero no iliberal... Buena falta le hace a Perú un tiempo de normalidad política que se enfrente con sus graves y endémicos problemas económicos y sociales.

         Desde luego, nunca ha estado la solución en la ocupación de las instituciones, ni del sistema educativo. La transgresión de garantías constitucionales suele correr a la par que la instauración de programas de esa educación popular que encierra el adoctrinamiento propio de los regímenes totalitarios de tiempos modernos..., aunque tampoco epígonos políticos de la Ilustración resistieron la tentación del mangoneo intelectual.

         Sin duda, Donald Trump se lleva la palma, con su propuesta –no sé los términos exactos: puede haber manipulación informativa- de suspender la aplicación de la constitución de Estados Unidos. Al menos, parece decirlo sin tapujos. En la actual coyuntura occidental –quizá España ocupe el primer puesto, y oculte así su retraso en otras cuestiones-, los dardos van contra Hungría o Polonia, pero sorprendentemente los acusadores aplican la ley del embudo, como si no tuvieran importancia sus continuas regulaciones jurídicas: no se presentan como reformas constitucionales –exigirían mayorías cualificadas-, pero socavan poco a poco el estado de derecho y la división de poderes.

         Se impone con urgencia la resurrección de Montesquieu, y la restauración del constitucionalismo por parte de los principales partidos europeos, comenzando por los de España. Y repetiré una vez más que la ética de los procedimientos, tantas veces denostada desde posturas próximas al fundamentalismo, resulta  esencial para una convivencia ciudadana pacífica y limpia.

         Al cabo, como subrayó el día 10 Oleksandra Matviichuk, al recibir el premio Nobel, “que los derechos humanos hayan sido garantizados en el pasado no significa que lo vayan a estar en el futuro. Debemos continuar, sin descanso, protegiendo los valores de la civilización moderna”. Los que no estamos en la política de partidos, tampoco podemos mirar para otro lado cuando se pisotean libertades y derechos irrenunciables, que llevó tiempo y tolerancia instaurar.

 
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