Luces y sombras de la cancel culture

Arturo Pérez-Reverte en El Hormiguero.
Arturo Pérez-Reverte en El Hormiguero.

Sin llegar a los extremos expresivos de Arturo Pérez-Reverte, no puedo aceptar en silencio la expansión de un fenómeno intelectual y universitario que podría acabar imponiéndose legalmente, con evidente detrimento de la libertad. El propio déficit de racionalidad del fenómeno exige aguzar al máximo la capacidad de diálogo. Vale la pena esforzarse por entender, con la esperanza de que los aspectos positivos acaben deshaciendo los riesgos.

Ante todo, parece indispensable tener muy en cuenta los sentimientos ajenos. Los excesos de la razón no pueden ignorarlos y llevar a un racionalismo inhumano. A la vez, el supersentimentalismo puede ser la causa de que en el mundo desarrollado afloren cada vez más los miedos, la sensación de amenazas, la necesidad de alertas: así, en Francia, las instrucciones gubernamentales a los prefectos sobre posibles restricciones de agua ante la prolongada sequía, que afecta incluso a las estaciones de esquí. 

Sin exageraciones, se impone cuidar el propio lenguaje para no herir ni siquiera a posibles sensibilidades exacerbadas. Paradójicamente, en la cultura de la queja no faltan personas que se defienden, quizá sin querer, con estereotipos e insultos.

En cualquier caso, con demasiada prisa, con una rapidez inmoderada, que llega a reflejarse en textos legislativos dictados con finalidades tuitivas. Pienso en dos leyes españolas publicadas en el BOE de primero de marzo: una de 42 págs., otra, de 63; ambas sin vacatio legis: entraron en vigor al día siguiente de su aparición en el diario oficial, excepto algunas disposiciones finales. Pero exigen tiempo de estudio por la complejidad de fondo y el déficit de lenguaje. Corto y pego un ejemplo: “Respecto de las situaciones jurídicas que traigan causa del sexo registral en el momento del nacimiento, la persona conservará, en su caso, los derechos inherentes al mismo en los términos establecidos en la legislación sectorial”.

Es conocido el incremento en EEUU de profesores universitarios que se autocensuran por miedo a perder reputación e, incluso, el empleo. No es sólo el comedimiento en el lenguaje al que me ha referido antes, sino la autoimposición de no tratar en público o en redes sociales temas sensibles, ante el temor de ser mal interpretados o sacados de contexto. Todo vale, excepto los tabúes..., que no dejan de crecer.

Pero no imaginaba la extensión del fenómeno en países de tanto estilo universitario como el Reino Unido o Francia. Michel Guerrin, redactor jefe de Le Monde, describía recientemente eventos en el Reino Unido, todos con mucha entidad: los cambios radicales en la exposición permanente de la Tate Britain de Londres, la revisión lingüística de las novelas infantiles de Roald Dahl, algunos títulos de Agatha Christie, o los intentos de boicotear a J. K. Rowling. La visión de Guerrin es pragmáticamente positiva: la sociedad de consumo digiere todo, incluido el wokismo. 

Pero puede no ser el caso, al menos a corto plazo, de centros como los de cine o arte que describía también Le Monde, en un extenso reportaje del 26 de febrero: han crecido casos que recuerdan el boicot en la Sorbona hace unos años a una representación de Las suplicantes de Esquilo, porque el director de  escena, especialista en la Grecia antigua, habría cometido un delito de blackface al maquillar a los actores en intento de expresar el realismo histórico de la tragedia.

En la Fémis, escuela nacional de cine en París, se imparte en primero un curso sobre el arte de concluir una película. La directora del departamento de análisis y cultura cinematográfica muestra la secuencia final de un film -muerte violenta de una mujer-: a pesar de advertir a los alumnos, se indignan y abandonan el aula; las alumnas publican dos días después un largo mensaje que condena radicalmente la mirada masculina de la violación. La dirección tiene que organizar contra reloj un debate público en intento de que las aguas vuelvan a su cauce: ¿cómo supervisar y contextualizar mejor las representaciones violentas, sin prohibirlas? No se salva ni Jean-Luc Godard, como pudo comprobar en Bellas Artes de Marsella un profesor con más de veinticinco años de experiencia: los alumnos desenchufaron la máquina, para evitar que siguiera la proyección de El desprecio (1963). Ni tampoco la cinta de Roman Polanski sobre el affaire Dreyfus.

Son sólo muestras, pero justifican el lamento de una profesora –“es una generación hipersensible”-, ante una alumna horrorizada por la fotografía de Richard Avedon Dovima con elefantes (1955), que ofende sus convicciones animalistas.

 

Ningún problema depende de una sola raíz ni tiene, por tanto, soluciones unívocas. Pero, ante la sensación de una casi insuperable impotencia ante la complejidad, florece la tendencia a evitar controles racionales –impuestos- sobre la sensibilidad. Un gran reto de educadores y políticos es reconstruir a partir de los valores positivos de este fenómeno.

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