Lucha por la libertad de Princeton a Hong Kong

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No hace mucho se cumplieron treinta años de la caída del Muro de Berlín, pórtico del acta de defunción de un comunismo muerto tiempo atrás. La ideología dominante en la Europa situada tras el telón de acero hundía sus raíces en estratos intelectuales y prácticos nacidos paradójicamente de la cultura occidental: de una plataforma común derivada del voluntarismo promulgado por la Ilustración.

No mucho después, Francis Fukuyama lanzaba la que sería gran polémica del fin de la historia. Tuvo máxima difusión, mucho más que El cierre de la mente americana de Allan Bloom, aunque éste ponía el dedo en la llaga sobre el fundamento de un nihilismo altamente peligroso para la cultura y la democracia occidentales.

Suele repetirse el refrán de aquellos polvos, estos lodos. Lo sucedido estos días en Washington vendría a confirmarlo. La inteligentzia –universidades, grandes medios de comunicación- está en el origen de la gran división de la cultura y la sociedad estadounidenses, que ha cuajado en acciones públicas dignas más bien del peor Tercer Mundo. Una primera muestra se vio en la reacción callejera contra la elección de Trump en 2016. Este ha cultivado luego en signo contrario la semilla que sembraron los demócratas americanos, y el trumpismo la ha llevado a sus últimas consecuencias.

Contrasta con la realidad de sociedades y pueblos sometidos durante decenios al yugo del materialismo comunista. Hace años, tras el desplome de los muros en la Europa central y oriental, los países de la vieja Europa, además de contribuir al desarrollo económico y material de esas naciones, cumplieron su deber moral de ayudarles a crecer en la vida del espíritu libre, sofocada por de años de opresión brutal. Antes, la lucha contra el materialismo dialéctico fue como una palestra de entrenamiento para vencer también el materialismo práctico de las naciones más desarrolladas económicamente, con su búsqueda del bienestar material a todo coste, y el olvido -miedo, auténtico pavor- de lo que pudiera causar sufrimiento.

Cuando escribo estas líneas, parece que las aguas vuelven a su cauce en Washington. Pero me sigue inquietando la deriva del irracionalismo en la hasta ahora primera potencia mundial. La crisis del pensamiento, reflejada en las universidades, va más allá de su declive numérico como consecuencia de la pandemia. La libertad está seriamente amenaza en los campus, como refleja un reciente artículo de RealPoliticEducation sobre Princeton.

En 2015, esta Universidad fue la segunda en firmar la Declaración de la de Chicago, que inició el camino hacia la recuperación de la libertad de expresión en los campus, amenazada por la presión, cada vez más violenta, de minorías activas y agresivas. Pero un artículo del profesor Keith E. Whittington muestra la persistencia del problema, al afirmar que la universidad está en la primera línea del frente de lucha por esa libertad. Debe defenderla de la estrategia elaborada durante el verano por estudiantes y profesores para conseguir la adopción de políticas "antirracistas": en realidad, arruinarán la libertad de expresión y de investigación. Confirma el deficiente puesto -29- de

Princeton en la clasificación de 2020, establecida a partir de una amplísima encuesta entre estudiantes de 55 universidades.

El campus tiene de todo, incluido un grupo antirracista, la Black Justice League, que un profesor calificó de "organización terrorista local", por intimidar a los estudiantes que no están de acuerdo con su postura. Se produjo un gran escándalo, pero el rectorado no tomó medidas contra el profesor, aunque el presidente de la universidad consideraba irresponsable su punto de vista: muestra del compromiso con la libertad de expresión, a juicio de otro gran profesor de Princeton, Robert P. George.

No todos son optimistas con el enfoque. Piensan que mantener una cultura de libertad requiere algo más que firmar una declaración pro derechos de expresión de los estudiantes y los profesores: hace falta máxima fortaleza para afrontar los desafíos diarios. Algo semejante se espera del presidente Biden, aunque, para reconstruir la convivencia democrática en Estados Unidos, tendrá que superar muchas incertidumbres y contradicciones, algunas derivadas de su apuesta por una vicepresidente, Kamala Harris, que ha mostrado un perfil no precisamente dialogante con quienes no piensan como ella.

 

No será fácil. Pero América tiene recursos más que suficientes para recuperar su alma libre. No es el caso de Hong Kong, que va siendo fagocitado progresivamente por Pekín: el comienzo de año coincide con un recrudecimiento de la represión, amparada en la aplicación de una ley inicua. Al cabo, el materialismo dialéctico es un absoluto totalitario cerrado en sí mismo.

En cambio, las democracias occidentales siguen construidas sobre valores trascendentes, aunque a veces se oscurezcan; pero su indudable fondo ético permite recuperar lo permanente, ante todo, la diversidad y el libre pluralismo de los ciudadanos.

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