La lucha contra el terrorismo no es una guerra: ni santa ni laica

Ciudadanos inocentes, que sufren de cerca la tragedia del terrorismo, padecen también el incremento de las múltiples incomodidades en la vida ordinaria, reductoras de su libertad. Si en el pensamiento se habló de los filósofos de la sospecha, pareciera que esa desconfianza campe por sus fueros en la vida social, como si hubiéramos llegado a un efectivo siglo de la sospecha.

            El pasado 6 de mayo, según un despacho de la agencia Fides, Kirill, patriarca de Moscú y de todas las Rusias intervino en un acto conmemorativo de los caídos rusos en la segunda gran guerra, y afirmó tajantemente: “La guerra al terrorismo es la guerra santa de hoy”. Justificaba así la necesidad ética de una movilización de la comunidad internacional contra un fenómeno definido por él como un mal global.

            Justificaba así también la intervención rusa en Siria: “Hoy, cuando nuestros soldados toman parte en los combates en Oriente Medio, sabemos que esto no es una agresión, una ocupación o un intento de imponer una ideología a otro pueblo, y no tiene nada que ver con la intención de apoyar a determinados gobiernos”. Más bien, se trataría, a juicio del patriarca, de una batalla “contra el oponente aterrador que no sólo está extendiendo el mal en Oriente Medio, sino que está amenazando a toda la raza humana”.

            En otras ocasiones, Kirill ha apoyado las acciones rusas contra el Estado islámico y los diversos grupos yihadistas con expresiones semejantes. Obispos de Oriente Medio comentaron críticamente esa visión de los conflictos que sufren en su propia carne. No se muerden la lengua, como el arzobispo sirio Jacques Behnan Hindo, en desacuerdo con ese tipo de interpretaciones hechas por eclesiásticos “que no viven en Oriente Medio, y que con frecuencia aplican claves de lectura políticas o ideológicas al sufrimiento de los cristianos de Oriente Medio”. Como afirmaba el pasado octubre, los yihadistas sí hablan de “guerra santa”, y no se puede validar su ideología, justificando “aún mejor cada maldad contra los cristianos aquí, persiguiéndoles como una quinta columna del enemigo que ataca”.

            Ya en la esfera política ordinaria, no faltan voces pare evitar recortes en las libertades de los ciudadanos occidentales, para dar mayor eficacia a la lucha contra el terrorismo. De entrada, es un triunfo para los violentos y una pérdida para inocentes que pueden sufrir controles de identidad inmoderados, registros sin orden judicial o detenciones demasiado duraderas por meros indicios, a veces ligados al aspecto externo o a la confesión religiosa.

            Medidas circunstanciales, que podrían tener sentido en momentos álgidos de crisis, tienden a convertirse en permanentes. Así, en la vecina Francia, donde acaba de prorrogarse el estado de urgencia, y se ha aprobado la nueva ley antiterrorista con una mayoría parlamentaria insólita: menos de cuarenta votos en contra. Los jueces ceden ante el peso de las decisiones de autoridades gubernativas, con el consiguiente decaimiento de libertades y el avance de la inseguridad jurídica, más importante que la física. Se ha comprobado netamente en la batalla de Apple contra el FBI americano. Lo tremendo es la debilidad de las izquierdas europeas en crisis, España incluida: lejos de proteger a los ciudadanos, son acomodaticias con el fundamentalismo islamista presente en tantos actos de violencia en el siglo XXI; llegan a cohonestarlos como si fueran reacciones contra la “agresión imperialista de Occidente”.

            A juicio de Le Monde, en su edición del 13 de mayo, la reforma penal adoptada por las dos Cámaras francesas es “la más severa ley antiterrorista de Europa”: la más grave para los justiciables y la más flexible para el Estado. Va más allá del proyecto inicial del Gobierno. Paradójicamente, cuando entre en vigor, el estado de urgencia se habrá ampliada por tercera vez, hasta el 26 de julio: cae una de las razones de Emmanuel Valls para justificar la prórroga anterior, justamente la necesidad de esperar a la aprobación de esta norma de conjunto. De hecho, sus disposiciones conceden a las autoridades gubernativas prerrogativas propias del estado de excepción.

            El ministro de justicia, Jean-Jacques Urvoas, insiste en que la ley permitirá mejorar los mecanismos de prevención y lucha contra el crimen organizado y el terrorismo, así como del fenómeno de la radicalización. Pero esas medidas se alejan cada vez más de la tradición europea en materia de derechos humanos. Sólo cabe esperar a las posibles correcciones del siempre diligente Consejo constitucional francés. Porque, si no refuerza su identidad propia, Europa sucumbirá entre yihadismos, clericales y laicistas.

 
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