La lucha contra el terrorismo internacional alcanza a las mezquitas

El miedo está llevando a soluciones que limitan demasiado las libertades, como he señalado en esta sede. Pero las reacciones contundentes suscitan una adhesión digna de mejor causa. Basta pensar en las cotas de popularidad recuperadas por el presidente francés François Hollande tras los atentados del 13-N, aunque no han sido suficientes para evitar la debacle en la primera vuelta de las regionales...

Ese recorte de libertad llega también a los musulmanes en Estados Unidos después de la barbarie de san Bernardino. No sólo al conjunto de los ciudadanos, que pueden ver cómo decae un derecho tan peculiar como la posesión de armas. Lo exigía The New York Times, en un editorial publicado en portada, algo que, al parecer, no hacía desde 1920.

La sospecha llega a las mezquitas. Al menos tres han sido cerradas por la autoridad competente en Francia, después de la instauración del estado de emergencia. De la última, en Lagny-sur-Marne (en la región de París), se ha dicho que era salafista. No sé si coincide o no con la orientación de las clausuradas antes en Gennevilliers (Hauts-de-Seine) y L'Arbresle (Rhône). Ni si tampoco en éstas, como en la primera, la policía ha encontrado municiones para kalashnikov, y vídeos y material de propaganda.

El ministro del interior, Bernard Cazeneuve, anunció dos días después de los atentados que tomaría las medidas necesarias para cerrar las mezquitas en las que se propaga el odio y, por tanto, se justifica y promueve el yihadismo. "No he esperado a que se decrete el estado de emergencia para combatir a los predicadores del odio, pero con el estado de emergencia podremos ir más rápido", aseguró Cazeneuve en la cadena de televisión France 2, en respuesta a quienes acusaban al ejecutivo de no hacer lo suficiente para combatir el terrorismo.

Como es natural, Nicolas Sarkozy había pedido ya que se expulsase manu militari a los imanes que dirigieran oraciones de signo radical, y se cerrasen los correspondientes lugares de culto.

Muchos se escandalizaron cuando el aspirante a candidato republicano Donald Trump –no deja de crecer en popularidad a pesar, o a causa, de sus exabruptos hizo público su proyecto de cerrar algunas mezquitas en Estados Unidos para luchar contra el Estado islámico. Añadió que revocaría los pasaportes de los estadounidenses que viajasen al extranjero para luchar junto con los yihadistas. Estas medidas radicales comienzan a aplicarse en varios países de Occidente, incluido el Reino Unido.

Cómo no recordar las declaraciones de las máximas autoridades de Francia cuando a finales de agosto pasado la mezquita de Auch (Gers) quedaba prácticamente destruida por un incendio criminal. François Hollande afirmó en un comunicado oficial que todo estaba en marcha para identificar y castigar a los culpables: los musulmanes “pueden vivir su religión con toda libertad y seguridad”. En un twit del primer ministro Manuel Valls se leía: “El incendio criminal de la mezquita de Auch es un ataque contra nuestros valores republicanos. Lo condeno con todas mis fuerzas”.

A pesar de todo, la reacción es notoriamente moderada si se compara con las brutalidades de los radicales islamistas. Las repúblicas islámicas de finales del siglo pasado, aun con dosis de totalitarismo, incluso dictaduras, más bien respetaron a las iglesias, como en Libia, Iraq o Siria. En otros países del Golfo, aun con gobiernos bien vistos por las potencias occidentales, apenas existe libertad religiosa. Quizá sólo hubo incidentes de entidad en Egipto, en el periodo de máxima influencia de los Hermanos Musulmanes. Pero allí donde llegan los yihadistas, templos y monasterios arden, cuando no son transformados sin más en mezquitas, como el tristemente célebre caso de la iglesia caldea de san José en Mosul.

Acaba de publicarse en Italia el libro de un refugiado iraquí cristiano. Procede de un lugar donde en los años setenta no había mezquita. Con las banderas negras del califato comenzaron las masacres y las deportaciones. Y la gran diáspora de los cristianos, la minoría más indefensa. Antes, simplemente sentían la desconfianza y el odio de la gran mayoría de musulmanes, por ser infieles. Pero ahora esperan con urgencia acciones, distintas a las decididas por los gobiernos occidentales, que eviten en lo posible una persecución y un martirio que se están haciendo crónicos y amenazan con la desaparición del cristianismo. Además de la fe, están en juego tantas obras culturales que deberían ser patrimonio de la humanidad. No parece que baste con cerrar mezquitas en Occidente, ni desplegar más aviones de bombardeo en Siria.

 
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