Luchar contra el virus sin renunciar a libertades democráticas

Nunca he sido proclive a la violencia, pero reconozco que apenas me molestan las manifestaciones públicas de protesta en diversos lugares de Europa contra medidas improvisadas y arbitrarias de las autoridades públicas  contra el coronavirus. Pero siento que al final paguen el pato los más débiles: los pequeños comercios cerrados en París –mientras los grandes hacen su agosto- o asaltados en Barcelona.

    El miedo a la inseguridad está en el origen de la absolutización de la soberanía estatal en la edad moderna, un mal que parece crecer en nuestros días. La paradoja es que la cesión de libertad a cambio de seguridad no opera necesariamente a favor de la salud pública, sino del crecimiento de la pasividad ciudadana, una dolencia tal vez peor que la provocada por virus letales. Se comprende que algunos vean detrás de los desórdenes públicos a los mismos que desprecian a jueces, parlamentos y principios jurídicos, con o sin desconocidos o inexistentes expertos: las normas restrictivas de la libertad se interpretan también restrictivamente.

    Por lo que leo –gran libertad en tiempo de confinamientos-, crece el proteccionismo estatal en buena parte del mundo hasta ahora libre, aunque no se hable apenas de un “neokeynesismo”: sería tan irreal como ese comodín maniqueo llamado neoliberalismo. Porque los gobiernos apenas han tomado iniciativas profundas de saneamiento y reconstrucción; más bien son proclives a concatenar prohibiciones, que conducen a la “mendicidad del ciudadano” –sin excluir, claro, al empresario autónomo sin especiales reservas ni a las grandes compañías que tanto deben al proteccionismo. 

    Como no entiendo mucho de economía, imagino que si no suben los tipos de interés, y disminuye el consumo, se evitarán tasas de inflación galopantes, como las sufridas, por ejemplo, en los años treinta en Alemania, o las más recientes de Argentina o Venezuela. Pero la vida democrática habrá decaído hasta extremos quizá más propios del Tercer Mundo. Cito con toda reserva –no me importaría rectificar- una frase puesta en boca de una autoridad tan importante como para firmar junto al rey el decreto del último estado de alarma: el presidente lo anunció “por seis meses como podía haber dicho seis años”. Ni Daniel Ortega en momentos de euforia sandinista.

    Y es que el miedo a la muerte agudiza el afán de seguridad. Hace medio milenio el temor al homo homini lupus estuvo en el origen del contrato social hobbesiano. Menos mal que la Ilustración impuso al Estado el deber de garantizar el ejercicio de las libertades naturales de los hombres: contrapunto efectivo al principio de seguridad. Montesquieu contribuiría a consolidar ese equilibrio mediante la doctrina y la praxis de la separación de poderes. El abuso de la excepción, la “muerte de Montesquieu”, conduce inexorablemente al abuso del poder, a la corrupción, a la muerte de la democracia. Porque la soberanía tiende al absoluto en la medida que se difuminan los contornos de la postmoderna “soberanía compartida”: organismos de control independiente, tribunales ordinarios y constitucionales -reforzados por Luxemburgo y Estrasburgo en Europa-, libertad de pensamiento y expresión, derecho a la movilidad, posibilidad de manifestarse y reunirse sin autorización previa... Desaparece incluso algo tan recientemente conseguido como “el consentimiento informado del paciente” o el “ensañamiento terapéutico”...

    Ante el estado de emergencia sanitaria en el país vecino, Jean-Marie Burguburu, Presidente de la Comisión Nacional Consultiva de Derechos Humanos, ha alertado contra la “trivialización de las medidas restrictivas de las libertades", consciente de que esa urgencia “destila una especie de veneno democrático, peligroso para quienes lo reciben y para quienes lo dan: deja huellas” y, además, las situaciones excepcionales –contra el terrorismo o las epidemias- tienden a renovarse más tiempo del debido. Probablemente, le haya dolido que el gobierno no haya consultado a la comisión que preside antes de limitar los derechos..., quizá porque Macron sabía su opinión negativa.

    La propia defensora del pueblo, Claire Hédon, que acaba de sustituir a Jacques Toubon, publicó una tribuna en Le Monde, donde resumía las denuncias de violaciones que afectan a los más vulnerables: ancianos que viven en residencias privados de las visitas de sus familias, niños sin escuela, personas sin hogar, internos de las cárceles, extranjeros detenidos durante un período prolongado por un retorno imposible, discapacitados... Acepta que la crisis exija medidas excepcionales. “Pero me preocupa que la necesidad de proteger nuestros derechos y libertades en todas las circunstancias y de fortalecer nuestros servicios públicos no sea objeto de un debate público profundo. Por lo tanto, pido más espacio para la deliberación y más instrumentos para el control democrático y judicial del alcance y las consecuencias de las medidas adoptadas en una emergencia, cuya continua insensibilidad es claramente un riesgo”. Le inquieta claramente el crecimiento generalizado de la desconfianza social cuando todo indica que vayamos a convivir mucho tiempo con la pandemia.

    Los parlamentos no deben renunciar a su misión de autorizar o no al ejecutivo a tomar nuevas medidas por decreto o a perpetuarlas sin límite de tiempo. A la vez, las disposiciones excepcionales han de asegurar el control judicial si afecten a los derechos de las personas, en particular de las personas de edad, detenidas o encarceladas.

    En términos más generales, cuesta entender que se acepte tomar decisiones sin previo procedimiento administrativo, por urgente y abreviado que sea. Más importa hacer públicos los datos disponibles, en particular en lo que respecta a lugares y circunstancias de la contaminación, así como al análisis de efectos y beneficios previstos.

 

    El fin no justifica los medios, tampoco para salvar quizá cientos de vida; en todo caso, quizá una discriminación sanitaria positiva en favor de los más vulnerables, como ancianos o dependientes. Pero no ha sido el caso.

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