Los más poderosos del mundo amenazan las libertades de la persona

Me preocupa cada día más el voluntarismo en la acción pública de tantos países. En los momentos de esplendor de la universidad medieval, la ley se concebía como ordinatio rationis. Por paradoja, la Ilustración, que exaltó la fuerza del pensamiento humano, acabó derivando en la primacía de la voluntad, tantos veces confundida con el mero deseo, al menos desde el 68. No escribo de España, aunque me alegra no vivir en tierras de Castilla, famosa por sus catedrales: me parece increíble leer que no pueden estar juntas más de 25 personas en una iglesia; basta comparar la cifra con el máximo de pasajeros en un autobús urbano de Madrid: 58...

Dios quiera que no se cumplan mis presagios para Estados Unidos. No veo cómo un nuevo presidente puede sanar los males de una democracia que arrastra sus dolencias durante las últimas décadas, en una concatenación de relativos despropósitos desde la intervención en Vietnam. La grave enfermedad actual, que llevó Donald Trump a cotas impensables, exigió la presencia de unos 25.000 soldados en la calle durante la toma de posesión de Joe Biden, según The Economist. Las primeras medidas adoptadas por éste, en la medida en que parecen responder a los planteamientos de la izquierda del partido demócrata, no confirman sus declaraciones favorables a la refundación de la unidad nacional, demasiado rota hace décadas en cuestiones fundamentales.

La unidad no se construye desde la sumisión. Lo están comprobando por desgracia los habitantes de Hong Kong. La tendencia totalitaria del partido comunista chino no admite debilidades, ni siquiera en el plano de la eficacia económica: la experiencia muestra que Pekín interfiere en las empresas que no se someten a sus directrices. Además, aprovecha hoy la expansión de la pandemia para extender por el planeta una red de relaciones encaminada a lograr la posible supremacía mundial. Quizá, salvo la de Australia, no hay respuestas occidentales dignas de su historia, por el predominio real de intereses comerciales.

La transición desde el comunismo a la democracia no es nada fácil. Se comprueba estos días con la respuesta oficial de Moscú al regreso a Rusia del principal opositor a Vladimir Putin, Alexeï Navalny, quien se libró por los pelos de morir envenenado, a diferencia de otras personalidades destacadas por su crítica al sistema dominante. Su detención ha suscitado manifestaciones en más de cien ciudades rusas; la de Moscú, a juicio del corresponsal de Le Monde, no produjo la marea humana que esperaba la oposición, pero queda como la reunión no autorizada más importante de estos últimos veinte años.

Muchas esperanzas había suscitado en Francia la presidencia de Emmanuel Macron. Pero, cuando comienza la fase final de su mandato, está respondiendo de modo más bien autoritario a los desafíos de la grave coyuntura actual. Basta pensar en los proyectos de ley a favor de la seguridad, o en contra del “separatismo” que se debaten en el parlamento. Puede ser la puntilla del partido macroniano, más bien dividido en la Asamblea Nacional. Y será una nueva fuente de discordia con el Senado. Rara vez unos proyectos han suscitado críticas tan severas, porque someten a los ciudadanos a una permanente sospecha de falta de ciudadanía en nombre de los bellos principios que la sustentan. No es normal que coincidan en el rechazo periodistas, educadores, dirigentes religiosos, responsables del asociacionismo...

 La prepotencia política ha venido siendo atemperada en los últimos años por la libertad de expresión de los ciudadanos en las redes sociales, excepto lógicamente en sistemas totalitarios que las censuraban o bloqueaban. Pero no faltan indicios de una nueva connivencia entre el poder político y el económico, esta vez protagonizado por las grandes plataformas de la comunicación. Parecen haber entrado en la lucha por el poder en el mundo. No son sólo Pekín o Teherán quienes apoyan o cierran cuentas en redes sociales. También Silicon Valley está tomando el mando.

Ante estas graves amenazas a la libertad, se impone repensar la necesidad de la cultura democrática, previa a la formulación jurídica de los derechos y libertades ciudadanas. De ahí la necesidad de la defensa a ultranza de los forjadores del pensamiento y la conciencia cívica, unida a la crítica de los dirigentes de la vida política y económica con tendencias autoritarias.

 
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