En la muerte de Kofi Annan: el deber de proteger

Muchos elogios ha recibido quien fue secretario general de la ONU desde 1997 hasta 2006, tras el anuncio de su muerte el 18 de agosto. También, recuerdo de intentos fallidos de evitar flagrantes acciones violentas contra la paz en el mundo. Su ilusión de construir un nuevo orden internacional a tono con el siglo XXI –así, la reforma de la carta de las Naciones Unidas- chocó fundamentalmente con el absoluto de la soberanía estatal.

            En esa línea se inscribe su gran deseo de dar forma jurídica a una institución elaborada por internacionalistas destacados: el derecho a la intervención humanitaria, con el correspondiente deber de proteger. Consciente de los sufrimientos de la población civil en tantos conflictos regionales, evoco hoy esa figura, en honor de Kofi Annan, que la impulsó cuanto pudo y consiguió que la Asamblea General de la ONU la adoptara como principio en 2005.

            No olvido tampoco su carácter quizá utópico en momentos de resurgir nacionalista. Basta pensar en los esfuerzos de Steve Bannon, artífice de la victoria de Trump en noviembre de 2016, para contribuir a crear con fondos americanos un movimiento de ultra derecha, que causaría graves heridas a la Unión Europea. Contra ese fenómeno identitario, considero una vez más que la soberanía del Estado no puede ser absoluta ni en lo económico ni en lo político. Sin aceptar medidas que suponen compartirla –aunque el nacionalismo las valore como cesiones- resulta imposible consolidar el futuro de Europa y asegurar la concordia de la comunidad internacional. La construcción de Bodino, presente en la Sociedad de Naciones y en la ONU, ha resistido en contra de la profecía de Álvaro D’Ors en los años sesenta: si la pólvora destruyó el feudalismo, los Estados nacionales no subsistirían en tiempos de armas atómicas.

            La insistencia actual en la soberanía invita aún más a ponerla entre paréntesis: es preciso evitar la violación de derechos humanos elementales, de acuerdo con la doctrina de la injerencia –mejor intervención‑ humanitaria, inseparable del deber de proteger a los más débiles en situaciones conflictivas.

            No era ese el objetivo de errores como los de Libia o Irak. Pero es preciso superar obstáculos para realizar acciones humanitarias –no intervenciones armadas- que eviten masacres como las de Siria o Sudán: Kofi Annan, enviado especial de la ONU y la Liga Árabe a Siria en 2012, no consiguió por desgracia que el derecho internacional se aplicase por encima de la omnímoda soberanía nacional, invocada por gobernantes responsables tantas veces de los sufrimientos de sus pueblos.

            Con su proverbial claridad, lo resumió Benedicto XVI ante la asamblea general de la ONU en abril de 2008: “Todo Estado tiene el deber primario de proteger a la propia población de violaciones graves y continuas de los derechos humanos, como también de las consecuencias de las crisis humanitarias, ya sean provocadas por la naturaleza o por el hombre. Si los Estados no son capaces de garantizar esta protección, la comunidad internacional ha de intervenir con los medios jurídicos previstos por la Carta de las Naciones Unidas y por otros instrumentos internacionales”.

            Estos días se ha hablado mucho de Grecia, que cedió soberanía para ajustar sus maltrechas finanzas. El precio ha sido alto. Pero más cara resulta para los ciudadanos de tantos países la ausencia de esa intervención en defensa de la dignidad humana.

            El derecho internacional tiene siempre algo de utópico, en particular desde las perspectivas dominantes en las ciencias jurídicas desde el siglo XIX, cada vez más voluntaristas con Ihering, y con un positivismo formalista llevado al culmen por Kelsen. En el fondo, se echa de menos la posibilidad inmediata de aplicar la coactividad, como en los ordenamientos estatales. Pero no se puede renunciar, a pesar de tanta barbarie, al proceso de progresiva humanización de las relaciones internacionales.

            Un mundo globalizado exige procedimientos jurídicos semejantes a los de los países democráticos: leyes consensuadas por los representantes del pueblo, políticos elegidos para desarrollarlas y jueces independientes que sancionen su incumplimiento, siempre con los derechos humanos como fundamento de la legitimidad internacional El deber de proteger es una evidente exigencia ética, al menos, en frase de Juan Pablo II, como “último recurso para detener la mano del agresor injusto”. En expresión repetida de Kofi Annan, la fuerza de la ley ha de imponerse a la ley del más fuerte.

 
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