El mundo necesita superar lo políticamente impuesto y la barbarie iconoclasta

Manifestación en Madrid, no puedo respirar, 7 de junio de 2020
Manifestación en Madrid, no puedo respirar, 7 de junio de 2020

Se ha repetido mucho en las últimas semanas el adjetivo nuevo. Pero las últimas manifestaciones colectivas denotan más bien una gran vejez de espíritu, como si el virus hubiera empequeñecido las neuronas de amplias capas de las sociedades occidentales. A veces, un poema o la viñeta de un humorista aciertan a reflejar un fenómeno complejo. Lo clavó el día 12 Xavier Gonce, en el dibujo que suele acompañar a la breve newsletter matutina de Le Monde: “Á défaut de savoir dessiner le futur, effaçons le passé” (Si no podemos diseñar el futuro, borremos el pasado).

El gran movimiento iconoclasta se extendió en la edad media, sobre todo en oriente. He de confesar que nunca lo entendí. Quizá tuvo su origen en fenómenos de protesta viscerales como los que observamos estos días. Casi nadie podía esperarlos, ni siquiera los propios protagonistas de la violencia, aunque la paulatina transformación de lo políticamente correcto en políticamente impuesto, presagiaba males mayores, como sucedió en tantas universidades de Estados Unidos, antes de la reacción surgida en Chicago. 

Hasta ahora, tras la caída del Muro de Berlín, ese tipo de violencia se asociaba a las regiones de Oriente. Marcó un hito la voladura, ordenada en 2001 por el régimen islamista talibán, de las estatuas de Buda en Bāmiyān (Afganistán). En un momento liberador del autoritarismo, sí pudo tener sentido echar abajo la estatua de un dictador, como la de Sadam Husein en 2003: se comprende la euforia popular ante un símbolo de la liberación, posible también con la ayuda del ejército americano.

Con el transcurso del tiempo, muchos monumentos de una época presentan nuevos sentidos, anacronismos aparte. En cierto modo, se transforman en memorial, que incita al perdón y la reconciliación, no a la pervivencia de heridas. Ahí están los restos de Auschwitz, a diferencia de lo sucedido con la completa destrucción de Cartago por Escipión Emiliano, que puso fin a las guerras púnicas. Vladimir Putin no ha demolido el mausoleo de Lenin. En su día se reconstruyó la catedral del Salvador en Moscú, volada por Stalin en 1931, y se han recuperado para el culto templos que habían sido museos del ateísmo. Pedro Sánchez ha exhumado los restos de Franco en el Valle de Cuelgamuros, pero mantendrá la Cruz, salvo que se proponga derogar el pacto superador del odio religioso que se plasmó en el artículo 16 de la Constitución de 1978. En la estela de Mandela, Sudáfrica ha optado por instalar otras estatuas cerca de personas que promovieron el apartheid.

Borrar el pasado es tanto como glorificar la ignorancia y renunciar a construir el futuro con bases sólidas. Revisar la historia porque hiere sensibilidades del momento denota que el infantilismo cultural es mayor de lo que nadie podía haber imaginado: es un gran disparate, que retrotrae a juicios de sangre o cazas de brujas. Ahora, en Estados Unidos, una obsesión no va contra el comunismo como en tiempos de McCarthy, sino contra el racismo, simbolizado en generales confederados como Lee o Jackson, o en el almirante Cristóbal Colón, por su “sangrienta acción contra los amerindios”.

En el campo artístico, la libertad entronizada desde la Ilustración no puede abandonarse, por muchos errores cometidos antes y después de la postmodernidad. Es lícita cierta desmitificación, que podría comenzar delimitando la figura de ciertos héroes clásicos. Pero a nadie con sentido común se le ocurre prohibir a Homero, a Cervantes o a Shakespeare.

Da tristeza ver cómo se pintarrajean o se tiran estatuas de Cristóbal Colón, Abraham Lincoln o Winston Churchill. En cierto modo, es como la implosión del nihilismo contemporáneo. Puede estar causada por la decepción ante un mundo global lleno de carencias humanas, que la pandemia ha puesto delante de nuestra mirada. Pero no debe evitar el gran pacto de reconstrucción necesario en todas partes, y no sólo en España: un pacto para forjar nuevas formas de convivencia democrática al servicio del hombre, superador de las explotaciones históricas y actuales, de las nuevas esclavitudes, de las diversas formas de alienación.

El colmo de la barbarie del odio sería utilizar las técnicas de las redes sociales para quemar Silicon Valley: demostraría que usar la violencia contra la injusticia resulta autodestructiva.

 
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