La ofensiva del ejército israelí en la Franja de Gaza

            A pesar de tantos esfuerzos de paz, con eximios protagonistas –el más destacado y reciente, el papa Francisco, que insiste en la petición de oraciones por la paz‑, las partes en conflicto siguen empeñadas en la violencia. Las posturas parecen irreconciliables, y nadie se siente capaz de vaticinar una salida, sin perjuicio de lograr treguas a corto plazo. Tras la intensificación de los bombardeos ordenados por Tel Aviv, el ejército está dispuesto a ocupar el territorio, a modo de solución final. El coste resulta demasiado alto: en vidas humanas y en número de desplazados.

            Las tensiones en otros países de la región son tan fuertes hoy que la acción de Israel –o las reacciones violentas que proceden también del sur del Líbano‑ pasan en un clima de relativa indiferencia entre los líderes de la comunidad internacional, no exenta de cansancio ante el empecinamiento de posturas. Sólo Egipto intenta mediar, también por razones de conveniencia frente al riesgo del terrorismo islamista. Y no parece que las manifestaciones populares pro-palestinas en grandes ciudades de occidente vayan a tener otro efecto que el de alimentar posiciones populistas y muy probablemente antisemitas, como acaba de suceder en Francia.

            Israel justifica su acción en términos de limpieza y destrucción de la red de galerías que utiliza Hamas para ocultar su arsenal de misiles y preparar sus operaciones en territorio israelí. El movimiento islamista palestino está apoyado por Irán, Siria y algunos emiratos del Golfo; llegó a disponer de un auténtico stock de misiles cada vez más precisos, con posibilidad de alcanzar las principales ciudades de la zona: pueden lograr sus objetivos evitando, sin embargo, provocar daños a la población civil. De hecho, los casi mil proyectiles lanzados desde Gaza desde comienzos de julio apenas han causado víctimas, a diferencia de lo ocurrido con los bombardeos israelitas, a pesar del anuncio previo de las operaciones para que los ciudadanos abandonasen sus casas.

            El conflicto está plagado de argumentos propios de la guerra ideológica. Así sucede con las acusaciones contra Hamas por instalar rampas de lanzamiento en refugios situados en medio de la población, utilizada a modo de escudo humano. En ese sentido, la agencia de la ONU para los refugiados descubrió veinte cohetes ocultos en una escuela. Por su parte, Hamas destaca los obuses caídos sobre niños que jugaban en una playa de Gaza.

            Probablemente, esta nueva ofensiva israelí será tan ineficiente como las anteriores. Además, puede reactivar la cooperación del yihadismo internacional, con una fuerza ciega –basta pensar en la totalitaria destrucción del cristianismo en Mosul‑ y una capacidad de violencia y venganza que no conoce límites.

            Pero también es cierto que Hamas pone condiciones para la paz inaceptables en conjunto. De hecho, salvo horas de tregua por razones humanitarias, se negó desde el primer momento al alto el fuego propuesto por Egipto, apoyado por Estados Unidos y aceptado inmediatamente por Israel.

            Las exigencias de Hamas se resumían así en la edición de Le Monde del día 20: el fin de la agresión contra el pueblo palestino, con la retirada de los carros de combate; el levantamiento total del bloqueo de Gaza, en vigor desde 2006; la apertura del puesto de Rafah, en la frontera con Egipto; la libre circulación de los habitantes de Gaza en la frontera con Israel; la eliminación de la “zona tampón” prohibida para Gaza; la libertad de pesca hasta doce millas náuticas; la liberación de presos desde el reciente secuestro y muerte de tres jóvenes israelíes en Cisjordania (como tras el intercambio con el soldado israelí Gilad Shalit en 2011).

            Hamas ha perdido popularidad desde su victoria electoral de 2006, pero no parece probable que se convoquen nuevos comicios, ni que ceda el gobierno de la Franja a la autoridad palestina. Entretanto, el presidente de ésta, Mahmud Abas, es quizá el gran perdedor de la crisis, cada vez más aislado y con el pasivo de haber gastado su capital político en un proceso de paz fallido.

            La triste síntesis de la realidad es el crecimiento del clima de hostilidad y odio mutuo: se aleja cada vez más la deseable solución de los dos Estados. Y no resulta fácil contrarrestar ese ambiente, atizado también por los inmoderados manifestantes occidentales. Pero, como recuerda el papa, sólo un cambio de actitud evitará sufrimientos y más víctimas.

 
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