Pekín quiere borrar de la historia la matanza de Tiananmen

Protestas de la plaza de Tiananmén de 1989
Protestas de la plaza de Tiananmén de 1989

El centenario del partido comunista de China ha pasado con especial pena y sin mucha gloria, cuando se recrudece cierta guerra fría con Estados Unidos, que no se ha detenido ni mucho menos con la sustitución de Trump por Biden. Aunque vino precedida por la reforma constitucional, la efemérides consagró al “nuevo timonel”, Xi Jinping: ya a la altura de Mao, pronto lo rebasará, salvo que ocurra una hecatombe como en la URSS, que los dirigentes no olvidan, para evitar las  consecuencias de aquel “error”. De hecho, tras años de glorificación del crecimiento económico un tanto salvaje, al modo del peor capitalismo, los dirigentes quieren domeñar las grandes compañías surgidas de esa fórmula que busca el bienestar material sin libertades ciudadanas.

En Ontario, dentro de la errática sociedad canadiense, se han producido quemas de libros de Tintín o Astérix, hasta hoy populares, por estimar que no tratan bien a las poblaciones autóctonas..., que sus antepasados destruyeron, a diferencia de otras colonizaciones occidentales. En la China comunista, los manuales de educación del espíritu nacional van a centrarse en dar a conocer a los alumnos, con pelos y señales, la doctrina del actual hombre fuerte del partido.

Además, como viene sucediendo desde el comienzo de la historia de las revoluciones, los vencedores necesitan revisar la historia para justificar su opresión. Fue un signo de los totalitarismos del siglo XX, que acabaron provocando millones de víctimas al provocar la segunda gran guerra y las inconcebibles deportaciones masivas de población.

No les interesa la verdad, sino la propaganda. En esa línea, Pekín se niega a toda investigación científica sobre los orígenes de la pandemia del covid. Hubo un remedo de misión de la OMS, pero China no facilitó la información precisa que reclamaban los científicos. Más bien se reiteraron las manipulaciones, que trataban de hacer responsables de todo a soldados estadounidenses participantes en unos juegos olímpicos militares, celebrados en el continente amarillo a finales de 2019.

En Hong Kong existía la tradición del memorial de los casi mil muertos en la masacre de la plaza de Tiananmen el 4 de junio de 1989. Las imágenes de televisión dieron la vuelta al mundo, y provocaron más lágrimas aún que la entrada de los tanques soviéticos para sofocar la primavera de Praga. En la antigua colonia británica se recordaba a las víctimas cada año. La vigilia se celebraba desde 1990, hasta ser prohibida por las autoridades con el pretexto de la prevención de la pandemia. Ahora, lisa y llanamente, en aplicación de la ominosa ley de seguridad, que ha arramblado con toda libertad ciudadana. 

El pasado junio sólo se toleró la celebración de honras fúnebres, dentro de los templos, como las que presidió el emérito cardenal Zen. Pero están ya condenados penalmente los organizadores civiles del evento, en un remedo de proceso a la usanza comunista, dirigido por jueces nombrados por Carrie Lam, jefe del ejecutivo fidelísima a Pekín.

Se ha difundido en internet el alegato pronunciado ante el tribunal por Albert Ho, vicepresidente de la Alianza organizadora de la vigilia, ya encarcelado, sobre las razones que le impulsaron a participar a pesar de la prohibición. Entretanto, el ejecutivo desmanteló el “Museo del 4 de junio”, único lugar de China donde se cuenta lo que ocurrió aquel trágico día. Menos mal que los activistas lo previeron, y recaudaron fondos para digitalizar las piezas expuestas, que se pueden visitar on line (https://8964museum.com).

Albert Ho recuerda que, durante la sangrienta represión, muchos ciudadanos y estudiantes de Hong Kong se encontraban en Pekín junto con civiles que protestaban pacíficamente en las calles. Se sorprendieron al ver que las tropas disparaban repentinamente contra civiles desarmados. Muchos fueron golpeados y cayeron. Pero, en lugar de dispersarse, los habitantes de Pekín se unieron para formar un escudo humano y proteger a los de Hong Kong. La gente gritaba y lloraba, rogándoles que volvieran a la ciudad para contar al mundo la verdad de lo que había ocurrido esa noche: que el gobierno chino estaba masacrando a su propio pueblo. Los ciudadanos de Hong Kong, concluye Albert Ho, no pueden olvidar ni incumplir su promesa, su compromiso. 

Tampoco los gobiernos de los países democráticos deberían olvidar la solidaridad con Hong Kong, ante la violación por parte de Pekín de los acuerdos de retrocesión de la antigua colonia.

 
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