El pensamiento débil no basta contra el terrorismo violento

Ante las evidentes raíces culturales de la violencia, no se puede responder con encogimiento de hombros ante las cuestiones fundamentales, ni mucho menos ante una especia de bobalicona reafirmación de una modernidad secularizante.

Muy probablemente tienen razón las tesis sobre el origen no religioso del actual yihadismo. Pero no se justifica, a mi entender, la defensa a ultranza de la falta de compromiso en materia de creencias, incluidas las convicciones democráticas. Tal vez debiéramos repensar más los problemas y aplicar en cierto modo la experiencia del espíritu de Múnich: porque resultó trágico para Europa el conformismo pacifista ante Hitler.

Apenas se habla ya de la postmodernidad tan en boga hace unas décadas. Ciertamente, se agotó culturalmente, mientras arrasaban tantos principios de lo políticamente impuesto en las Universidades occidentales. A base de no querer molestar a nadie –ni siquiera cuando quizá era científicamente indispensable, se está erosionando la libertad de expresión también en países tradicionalmente democráticos como Estados Unidos.

El problema ha dado lugar a algunos manifiestos académicos, como el de la Universidad de Chicago, y está exigiendo cada vez más intervenciones jurisdiccionales al máximo nivel. Lo recordaba hace unos días George F. Will en The Washington Post. Se refería a las amenazas flagrantes a la libertad de expresión en muy distintos frentes, especialmente los que provienen de los campus universitarios y del propio Congreso. Es conocida la proliferación de la censura académica. Menos, al menos para mi, la propuesta de 54 senadores demócratas en 2014 para modificar la Primera Enmienda para dar al Congreso competencia para regular la cantidad, el contenido y el calendario de los discurso en las campañas políticas. Pero señala otras amenazas, un tanto imperceptibles, cómo la que debe dilucidar el Tribunal Supremo los próximos días: si es o no contrario a derecho que un veterinario de Texas, jubilado, comparta su experiencia profesional con personas que se la piden a través de Internet.

Visión reductiva parece de la grandeza del sueño americano... Pero la anécdota enmarca quizá la debilidad de tantas respuestas europeas ante la magnitud del terrorismo mundial. La sociedad occidental necesita puntos de referencia sólidos, para superar ese miedo que le atenaza, como se comprueba estos días en Francia. No vale la respuesta tópica “todos somos...”, aunque se reitere en minutos de silencio en los estadios de fútbol.

Victoria del terrorismo sería que ese temor a sus amenazas destruyera la maravilla de la libre circulación resumida en torno a Schengen. No parece lógico, como ha señalado recientemente Jürgen Habermas, que se inmolen en el “altar de la seguridad” las grandes virtudes democráticas construidas no sin muchos sacrificios a lo largo de siglos.

Se puede discutir sobre el fundamento del yihadismo, no necesariamente ligado a convicciones religiosas, menos aún entre la gente joven de las barriadas extremas de grandes ciudades europeas, que se alistan en milicias violentas de Siria o de Iraq. Su desarraigo, que lleva al extremismo, podría y debería haber sido encauzado hace una década, cuando, sobre todo en Francia, explotó la crisis de las banlieues. Hay un largo trecho hasta la declaración de guerra por parte del presidente François Hollande, que tanto recuerda a George W. Bush.

La destrucción del Estado islámico, como señala la experiencia de otros conflictos en Oriente Medio, exige algo más que bombardeos aéreos o la ocupación del territorio por fuerzas armadas. Desde luego, no al precio de retroceder en el derecho internacional -¡Guantánamo!- o en la protección de las libertades individuales, siempre que éstas no se justifiquen en un vacío y erróneo “todo vale”, propio de la fallida cultura postmoderna.

 
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