Podríamos entre todos resucitar a Montesquieu

No cabe duda de que existe una preocupación seria en Bruselas y Estrasburgo por el estado de derecho: además de los primeros informes anuales de la Comisión, son frecuentes las decisiones del parlamento europeo, aunque, a mi juicio, están demasiado sesgadas políticamente, como aprecio en el reciente comunicado no tanto sobre, como contra Hungría.

Sólo pueden darse unas pinceladas en esta columna. Pero, según leía el conjunto de preocupaciones de los eurodiputados sobre el país magiar, iba pensando en cuánto me inquietan también otros lugares, incluida España: va decayendo a ojos vista desde la gran cima democrática alcanzada en la Transición.

Todos los sistemas constitucionales tienen sus fallas, como se ha visto con la reforma en Italia, o la sorprendente añoranza de lo proporcional en Francia. Los casos de corrupción y conflictos de interés no son pocos, salvo en el norte, a tenor de los informes anuales de Transparency. Ciertamente, hay serios problemas de libertad y pluralismo de los medios de comunicación, pero no es fácil estar libre de culpa para tirar la primera piedra. No se explica mucho la reacción de Bruselas, que admite televisiones públicas europeas –estatales o no- al servicio de los partidos en el poder. Quién podrá afirmar que TV3 es más abierta que la cadena pública polaca. Algo semejante sucede en materia de libertad académica, de culto o de asociación, sobre todo, si se piensa en la reciente ley francesa contra el “separatismo”. Desde luego, resulta francamente desproporcionado –en Estrasburgo como en Madrid- la obsesión por los derechos LGBTIQ, que, en estricto sentido jurídico, están destruyendo la igualdad ante la ley y la presunción de inocencia.

Deseo referirme hoy con más detalle a la preocupación de la Eurocámara por la independencia del poder judicial, de sus instituciones y de los derechos de los jueces. Más inquieto me considero desde hace un montón de años: desde que dejé de acudir a las urnas, porque ningún partido español importante estaba interesado en desfacer el entuerto cometido en 1985. Durante el gobierno González-Guerra mataron a Montesquieu, con una reforma del consejo del poder judicial que no ha dejado de empeorar desde entonces, porque tampoco Aznar-Rajoy estaban por esa labor... No parece fácil que unos y otros reconozcan sus errores, y vuelvan a la ley inicial, francamente ponderada y democrática. Pero me encantaría que lo hicieran.

A veces no hay más remedio que escribir sobre cosas negativas, ante el cinismo de los poderosos. Me parece suficientemente conocida la situación de la fiscalía en España. Pero también hay problemas, al menos, en los Países Bajos y Francia. Hace un par de años, el tribunal de Luxemburgo debió precisar que los fiscales neerlandeses no constituyen una “autoridad judicial de ejecución” en el marco de una euroorden, pues pueden verse sometidos a instrucciones individuales del Ministro de Justicia.  Dudo mucho de que, en general, la fiscalía europea cumpla las “exigencias inherentes a la tutela judicial efectiva, entre ellas la garantía de independencia”, exigida por el derecho comunitario. Por lo demás, Francia sigue sin cumplir una antigua sentencia del Tribunal europeo de derechos humanos sobre los fiscales de la República porque, en el fondo, exige reformar la Constitución. Y actualmente, los criticados planes de reforma de la policía judicial confirmarían un camino peligroso.

Polonia tuvo que resolver la sustitución del sistema judicial de cuño soviético, construido en el siglo XX -aunque casi nadie se atreva a decirlo- con los principios básicos de la vieja inquisición. Los precedentes no justifican todas las decisiones, menos aún en tiempos en que se abusa de una supuesta y unilateral memoria histórica, y los poderes ejecutivos pueden extralimitarse en sentido contrario. Los hechos no son extrapolables, pero pueden ayudar a juzgar con más ponderación.

Por otra parte, la división de poderes recibió duros golpes en la lucha contra la pandemia, aunque la Eurocámara sólo actuó contra Hungría: antes o después, tribunales o consejos constitucionales –Francia, España- dictaminaron que no se puede derogar el estado de derecho en tiempos de pandemia. Pero algunos vuelven a las andadas ante los graves problemas de la recuperación económica, ampliados por las consecuencias de la invasión rusa de Ucrania.

Sigo pensando que la clave no está solo en las garantías de los ordenamientos positivos, porque la ética de los procedimientos, esencial en la vida democrática, presupone valores compartidos en la identidad común, en el nivel de cultura y ética pública: capacidad de escucha, aceptación de errores, diligencia en rectificar, liberación de inercias. Y, por lo que se refiere a España, veo cada día más claro que el régimen judicial vigente se aparta de la Constitución. La STC 6/1985 aprobó la  desafortunada reforma a pesar de que hacía “posible, aunque no necesaria, una actuación contraria al espíritu de la norma constitucional” (FD 13). El anunciado riesgo de politización no es ya una hipótesis, sino un hecho. Se impone la reforma: repito que bastaría quizá volver al sistema del primer consejo, uno de tantos frutos recuperables de la Transición.

 
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