El populismo como enfermedad de la república presidencialista francesa

El presidente de Francia, Emmanuel Macron.
El presidente de Francia, Emmanuel Macron.

         No es fácil interpretar la evolución social de Francia, menos aún tras el fortísimo movimiento popular de protesta en torno a la reforma del sistema público de pensiones. Los fenómenos políticos contemporáneos suelen ser suficientemente complejos como para resistirse a encasillamientos y estereotipos.

         Pero da la impresión de que la V República empieza a tocar fondo. La peculiar distribución de poderes en el régimen presidencialista pudo ser necesaria en tiempos del general De Gaulle ante la barahúnda de la IV República, pero distancia hoy a los ciudadanos del poder. El sistema comienza a hacer aguas, como he intentado describir en Aceprensa hace unos días.

         A lo largo de los últimos años, el régimen aguantó mejor de lo que se esperaba la llamada cohabitación: un presidente de la República con amplias competencias ejecutivas y un gobierno sometido a un parlamento de signo político contrario. En previsión de males mayores, se unificó la duración de ambos mandatos, acortando el septenio presidencial. No faltan ahora voces que sugieren volver al sistema anterior, así como la reforma del sistema electoral, para introducir la proporcionalidad (tal vez sin valorar suficientemente la experiencia italiana, que exigió una reforma para reducir en lo posible la fragmentación política y la facilitar la gobernabilidad).

         Hoy, en Francia, no hay propiamente cohabitación. Pero, a falta de clara mayoría en la Asamblea Nacional, el gobierno de Emmanuel Macron ha tenido que recurrir con demasiada frecuencia a la aplicación del artículo 49.3 de la Constitución, que permite la promulgación de leyes sin consenso parlamentario: mucho más fuerte que un decreto-ley con la convalidación asegurada a posteriori por las cámaras.

         Por esto, se ha podido escribir que, en el criticado despotismo ilustrado de Macron, hay un eco de la tendencia francesa al bonapartismo, con elementos demasiado próximos al populismo que aparece y reaparece en diversos movimientos europeos e, incluso, en Estados Unidos. Al amparo de la pandemia, gobiernos democráticos han abusado de concesiones al modo del clásico panem et circenses, con demasiadas subvenciones y bonos (desde el transporte a la cultura).

         La clara mayoría en la reelección presidencial no da al actual jefe del estado suficiente legitimidad para adoptar medidas de gobierno, como la reforma del sistema público de pensiones, aunque la llevara en su programa. Debería atender a los votos que consiguió en la primera vuelta –no llegó al 30%-, no en la segunda, en la que muchos le apoyaron, pero sólo para cerrar el paso a la extrema derecha encarnada por Marine Le Pen.

         En realidad, Macron está utilizando argumentos netamente populistas, como acaba de comprobarse en la apelación última a la necesidad de evitar una quiebra financiera de Francia en apoyo del proyecto, como en los del discurso televisivo del pasado miércoles. Prevalece cierto recurso a la promesa de seguridad, que pide delegar la responsabilidad ciudadana en el líder que ofrece soluciones sencillas a un problema complejo, aun al precio de limitar libertades, con el aura del sacrificio por el bien común.

         De todos modos, no parece que el discurso del presidente de Francia haya calado en la opinión pública, aunque se estima que vieron su entrevista en televisión al mediodía del miércoles 22 alrededor de 11,5 millones de espectadores. Su crítica a los sindicatos por falta de compromiso ha motivado más bien la amplitud de la movilización en la calle, con un incremento significativo de la violencia, reflejo de un mayor enfado popular. Ciertamente, es preciso salvaguardar a la sociedad de los excesos, pero no parece el momento de presentarse a sí mismo como defensor del “orden republicano” frente al caos. No se puede enfrentar a los manifestantes con el pueblo soberano que se expresa a través de sus representantes, cuando acaba de sortear el debate parlamentario con un decretazo. Sin hablar de la tolerancia oficial de los excesos policiales: siguen sin cerrar heridas abiertas en los días no lejanos de los chalecos amarillos.

         La consecuencia inmediata es que el malestar social se ha radicalizado y se ha personalizado contra Emmanuel Macron, con el resultado de quema de efigies o retratos. Hasta compararle con Calígula, como hizo la presidente del grupo de La France insumise en la asamblea nacional. Mucha dosis de persuasión –o de silencio- va a necesitar para superar la crisis: los momentos populistas suelen acabar con la decepción popular ante la ineficaz y terca soledad del líder mesiánico.

 
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