Los populismos se están convirtiendo en referencias maniqueas

Manifiesto mi perplejidad ante tantos y tan variados comentarios a las recientes elecciones presidenciales estadounidenses, sobre todo, en su proyección hacia el futuro político de Europa. Me asombra la frecuencia y facilidad con las que se invoca y rechaza el populismo de Donald Trump, como si fuese signo –a pesar de sus decenas de millones de votos- de la tendencia hacia la decadencia de la extrema derecha, más o menos identificada con el populismo. No se aplica ese calificativo a conocidos partidos antisistema o de izquierda en Alemania, Italia, Francia o España.

Mi escepticismo ante esos análisis radica en que lo que explica todo, no explica nada. Justamente porque la sociedad contemporánea es cada vez más compleja, los abundantes problemas se resisten a soluciones unívocas e inmediatas. La incertidumbre y el escepticismo –agravados por la pandemia del coronavirus- contribuyen al cansancio de una sociedad, acostumbrada a la aceleración técnica, con reducida capacidad de esperar, porque quiere ansiosamente soluciones rápidas a cuestiones nada sencillas.

La frecuencia de esa descalificativo –populismo- me hace recordar la fuerza que tuvo –no ha desaparecido- el uso del término fascista para negar el pan y la sal a los adversarios: fue una invención marxista, sin apenas fundamento objetivo en la realidad, salvo para Benito Mussolini, como a mi entender demostró cumplidamente François Furet en su monumental obra sobre el “pasado de una ilusión”: no ilusión en el sentido de esperanza o sueño magnánimo, sino en el de creación irreal, imaginativa, como sambenito excluyente del enemigo capitalista.

No sé hasta qué punto el término populismo ha tomado el relevo. La insatisfacción social y la protesta crecen con el avance del bienestar, no exento de tantas desigualdades que provocan envidia, porque las diferencias no son siempre fruto de injusticias. Lo explicó bien Alejandro Llano en La nueva sensibilidad. Cuando parecía consolidado el “fin de la historia”, según la feliz pero fracasada anticipación de Francis Fukuyama, la grave crisis del sistema democrático en el siglo XXI exige soluciones: algunos la presentan en términos supuestamente populistas, que parece un remedo en otra dirección de los mesianismos políticos del siglo XX, que provocaron la gran catástrofe universal.

Pero no han desaparecido las causas que contribuyeron al nacimiento de comunismo y nazismo. En parte, porque resulta inevitable la tensión entre individuo y colectividad, especialmente si no se piensa metafísicamente sobre la esencia de la condición humana. Me he permitido buscar electrónicamente en el texto castellano de la encíclica Fratelli tutti las voces estatalismo, marxismo, socialismo, fascismo. No aparecen. Sí, en cambio, al comenzar el capítulo V sobre “la mejor política”, la crítica de sistemas en los que “el desprecio de los débiles puede esconderse en formas populistas, que los utilizan demagógicamente para sus fines, o en formas liberales al servicio de los intereses económicos de los poderosos” (n. 155). Sorprendentemente, en la sociedad actual ese desprecio de fondo puede transformarse en habilidad para cautivar e instrumentalizar políticamente la cultura del pueblo.

En cierto modo, las diversas versiones de los populismos reflejan el malestar de la cultura política. Pero no basta criticarlos sin entrar en el fondo de los problemas. Los errores del esos populismo suelen ser compartidos por sus oponentes, a la caza de votos con promesas o paternalismos autoritarios, que no fomentan precisamente la dignidad y creatividad humanas.

Hay mucho de populismo vacuo en los nacionalismos, que vacían de contenido la vida democrática, como insinúa Andrea Riccardi. A juicio de Anna Rowlands, “el populismo apela al deseo de estabilidad, arraigo y trabajo gratificante, pero permite que la hostilidad distorsione estos deseos”. Algo semejante sucede en la actitud de quien demoniza al contrario, como si sólo él fuera democrático y el único capaz de evitar la destrucción de la convivencia y conseguir la unidad de una nación, cuando, cultural y electoralmente, está tan dividida como la norteamericana en temas esenciales, o la de varios países europeos en relación con Bruselas o con el trato de los inmigrantes.

Muchos ciudadanos se preguntan estos días sobre el valor de las encuestas. No acaban de dar razón –no pueden ni lo pretenden- de la complejidad social. Los motivos de división no son unidireccionales: diferencias de clase o de nivel educativo, contraposiciones rural-urbano o tradición- progreso o centro-periferia, diversidad de convicciones religiosas, distinta actitud ante el derecho a la vida, abundante frustración por la ineficacia administrativa, insuficiente defensa de la mujer y del respeto de las diversas minorías, excesivas amenazas a las libertades individuales...

Habría que aplicar aquí la cultura del todo vale, con un sesgo positivo: todo suma, también la crítica sincera a los defectos de la democracia actual que, desde la Atenas clásica, se sabe que puede degenerar en demagogia; en términos modernos, en partitocracia que maneja hábilmente los riesgos de un creciente nihilismo de fondo.

 

En cualquier caso, me permito insistir en que aceptar la gravedad de la destrucción de valores esenciales de la convivencia democrática no debería llevar a populismos arbitristas –tan diversos-, sino a la reconstrucción de cimientos, frente a promesas etéreas de nuevos futuros o superficiales críticas del presente.

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