Proteger y fomentar la libertad de los ciudadanos

El presidente de EEUU, Joe Biden.
El presidente de EEUU, Joe Biden.

Con el cambio de año, abundan balances, expectativas y proyectos, y no sólo en torno a la preocupación universal por la salud y las incertidumbres económicas. Se advierte también la necesidad de luchar contra otros virus más sutiles, pues en la actual situación parece como si se pusieran en sordina aspectos esenciales de la existencia humana, como la libertad. No es sólo el afán de dominación de los poderosos. Al tomar conciencia de la vulnerabilidad de la vida, después de tanto tiempo de creer casi ciegamente en el progreso, prevalece en tantos la búsqueda de la seguridad aun a costa del libre albedrío.

         En el caso de países como España, no es el mejor camino para fortalecer una sociedad civil muy deficitaria. Quedó difuminada históricamente por la supremacía de trono y altar, de Estado e Iglesia. El evidente proceso de secularización contribuye a la expansión del poder político –con independencia de que esté centralizado o practique la subsidiariedad-, y a la disminución de la influencia real de lo eclesiástico.

         La evolución permite una lectura positiva, en cuanto superación de la antigua hierocracia o de modernos clericalismos en la órbita occidental, poco comparables con tradiciones totalitarias orientales o musulmanas. Pero, como he indicado en alguna ocasión, se produce un incremento de la intolerancia pública –la religión civil es mucho menos abierta que la espiritual-, acompañado paradójicamente de una mayor desconfianza de los súbditos respecto de los dirigentes, como empieza a sufrir en estos momentos Joe Biden.

         Algunos de los negacionismos recientes en materia de salud pública responden, a mi entender, a esa falta de confianza, aunque el ciudadano esté a priori dispuesto a reducir sus libertades con tal de evitar la enfermedad, el dolor, la muerte. Pero cansa mucho la pedagogía continua desde arriba: en la inabarcable legislación farragosa sobre lo divino y lo humano, en las múltiples declaraciones institucionales, en los observatorios más diversos, en la propaganda directa o subliminar de los medios de comunicación públicos.

         Se difunde así esa mezcla extraña de sumisión y rebeldía, que no es sólo generacional. El miedo y la ignorancia son caldo de cultivo para el sometimiento ciudadano, también en países tradicionalmente orgullosos de sus libertades y de su estado de derecho. Pero provocan cansancios que estallan en más quejas y variadas desobediencias civiles, a pesar del riesgo de fuertes sanciones, como las que se ciernen sobre las empresas obligadas al teletrabajo en la vecina Francia.

         En este clima global, nada atmosférico, hacen su agosto los sistemas más o menos totalitarios. Basta repasar algunos ejemplos: la represión en Rusia alcanza a buena parte de la oposición e incluye a ONG que han defendido los derechos humanos desde los tiempos de la Unión soviética; Pekín acaba de dar nuevos hachazos a la libertad de expresión en Hong Kong, y no cesa en sus amenazas contra Taiwán, con noticias tan fuertes que casi hacen olvidar a Tiananmen y a las constantes violaciones de los derechos humanos, que provocan acciones diplomáticas contra las Olimpiadas de invierno.

         Desde Estocolmo llegaron señales positivas en octubre, con la concesión del premio Nobel de la paz a dos periodistas luchadores pro libertad: la filipina Maria Reesa, antigua corresponsal de la CNN en el Sudeste asiático y creadora de un medio digital independiente, Rappler, que intenta limitar la deriva autoritaria del presidente Rodrigo Duterte; el ruso Dmitri Mouratov, redactor-jefe de otro diario independiente, Novaïa Gazeta.

         En cierto modo, su recuerdo apoyaba la esperanza cuando a fin de año llegaron los informes internacionales de Committee to Protect Journalists  y Reporteros sin fronteras, sobre el abundante número de periodistas muertos o encarcelados en 2021; o el de Fides sobre misioneros asesinados, no necesariamente sacerdotes o religiosos; o las noticias casi cotidianas de países diversos que indican claramente el crecimiento de una cristianofobia, que llega a decisiones difícilmente comprensibles como negar el pan y la sal en la India al instituto religioso fundado por la santa Teresa de Calcuta. Realmente, en la India, el discurso del odio contra todas las minorías religiosas –especialmente los musulmanes- se ha convertido en moneda corriente, como titula Le Monde este día 3: el crecimiento es vertiginoso desde la llegada al poder del partido nacionalista del primer ministro Narendra Modi.

         De ahí la necesidad de seguir luchando por la libertad y el estado de derecho, para que no se debilite la democracia en el mundo y se frene el relativo frenesí de regímenes autoritarios. Y de no dejar de rechazar una y otra vez la descalificación global de la prensa que aparece en mayor o menor medida en los diversos populismos occidentales,

 
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