Repercusiones de la pandemia en las relaciones laborales

Cuando se publiquen estas líneas, habrá comenzado la COP26 en Glasgow, una nueva conferencia internacional de las partes firmantes del convenio sobre cambio climático promovido por la ONU a finales del siglo pasado. La asamblea se ha retrasado por la pandemia: debía de haberse celebrado cinco años después de la de París en 2015. Me ha llamado la atención la increíble cifra de participantes: varias decenas de millares de personas, procedentes de todo el mundo. Significa un gasto tremendo de recursos económicos y naturales. No sé si los asistentes al evento harán un mínimo de autocrítica. 

En cualquier caso, invita a seguir pensando sobre nuevos planteamientos de la actividad laboral, no sólo desde su incidencia en el cuidado del planeta, sino en su relación profunda con la esencia de lo humano, inseparable de los compromisos básicos familiares. 

Vivimos tiempos de recuperación de la normalidad, de vuelta a tantas actividades suspendidas o modificadas por la pandemia. Los economistas y los dirigentes estudian la salida de la crisis, con sus derivas coyunturales o tal vez endémicas en relación con el desarrollo económico y el bienestar ciudadano. Porque da  la impresión de que la pandemia ha hecho aflorar nuevos planteamientos, tal vez adormecidos en tiempos de aceleración tecnológica. Basta pensar en el cambio de perspectiva respecto de la primacía de los trabajos de proximidad personal, quizá excesivamente minusvalorados apenas hace dos años.

Las jornadas intensivas y agotadoras en el sector de la sanidad –faltan brazos- contrastan con los excedentes en tantas tareas más o menos repetitivas, facilitadas por la eficacia y productividad de la tecnología. No se ha cumplido la profecía de Keynes en los años treinta de que, a principios del siglo XXI, la humanidad estaría al borde de una tierra prometida en la que nadie trabajaría más de quince horas a la semana. Ciertamente, no pensaba en el tercer mundo, ni en la diferencia entre lo urbano y lo rural, que tanto afecta a realidades humanas básicas. Como afirma el sociólogo James Suzman, la humanidad no parece estar preparada aún para la jubilación, y los gobiernos siguen obsesionados con el crecimiento y la creación de empleo.

Las parábolas de la robotización, en línea de la Metrópolis de Fritz Lang (1927), han chocado con la debilidad del ser humano, que necesita una atención personalizada que ninguna máquina puede ofrecer. La medicina actual cuenta con instrumentos de diagnóstico y curación impensables no hace mucho, pero que refuerzan la insoslayable presencia de los profesionales de la salud, para escuchar y atender, porque al cabo no hay enfermedades, sino enfermos. Algo semejante sucede en otras profesiones, especialmente las docentes, aunque las nuevas tecnologías aportan apoyos interesantes si se acierta a sortear los inconvenientes.

Mucho se ha escrito –incluso, legislado- sobre el teletrabajo. Está por ver su evolución. Pero, de entrada, replantea un cuasi dogma, como el del poder directivo en el centro de trabajo. Desde luego, facilita la autonomía y responsabilidad de cada persona, lejos de cadenas de producción en el dominante sector de los servicios. Tiene, a mi juicio, más ventajas que inconvenientes, y puede afectar positivamente a la necesaria armonización de trabajo y familia. El futuro queda abierto.

Como sucede también con la perspectiva ciudadana ante diversos empleos, que puede suponer un giro copernicano en la orientación profesional de los jóvenes. Ante la pandemia, han sido distintas las soluciones ofrecidas por los diversos sistemas: mucho más proteccionistas en la mayor parte de los países de Europa frente a la casi omnímoda libertad para el despido en los Estados Unidos. Pero, en cierto modo, la evolución que se advierte hoy es semejante. Puede ser coyuntural, o no.

Fueron innumerables los despidos –definitivos o temporales- o las reducciones de jornada. Con la mejora de las perspectivas económicas, crecen las ofertas laborales, pero millones de los antiguos trabajadores renuncian a ser contratados e, incluso, otros muchos dimiten. En Estados Unidos la tasa de empleo ha caído a los niveles de los años setenta, también por el aumento de jubilados más allá de los 62 años. Europa no es ajena a la escasez de mano de obra, aunque en menor medida, especialmente en comercio y hostelería. Tienen de hecho efecto disuasorio las prestaciones sociales, las moratorias de alquileres, la condonación de préstamos en el caso americano: no compensan a los más jóvenes empleos mal pagados y poco valorados.

Mucho depende de la eficacia de los planes de formación de las nuevas generaciones, que deberían buscar sobre todo la capacidad intelectual de adaptarse a los cambios: el número de empleos vacantes en ciertos sectores muestra la difícil correspondencia entre el nivel de los jóvenes y los perfiles buscados por las empresas.

 

Pero mucho depende también de la posible consolidación de una tendencia que se advierte en países tan distintos como Estados Unidos y China: la derogación de la referencia al crecimiento económico, ante el deseo de trabajar y consumir menos, para llevar una vida mejor y más libre.

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