Rusia Unida: democracia popular a la vieja usanza

Escribo tras las elecciones legislativas alemanas, de las que de momento no sale con claridad quién sustituirá a la canciller Angela Merkel. Nacida y formada en la antigua zona oriental, ha dirigido la Alemania reunificada por la audacia política de Helmut Kohl: un Estado federal de veras democrático, no como la extinta “república democrática popular”.

         Aun con sus peculiaridades, la considero uno de los últimos dirigentes políticos creíbles del mundo en que vivimos. Tal vez la crisis de liderazgo no sea tal, sino mera consecuencia de la gran revolución postmoderna, que habría alumbrado casi inadvertidamente una nueva civilización. Quizá no tenga ya sentido confiar en que nos gobiernen personas con autoridad, sino sólo con la potestad que surge de las mayorías parlamentarias democráticas, o de los peculiares sistemas de cooptación de los sistemas autocráticos.

         Doy vueltas a estas y otras ideas al leer las informaciones que llegan de Rusia antes y después de las elecciones legislativas, que podrían resumirse en tres frases: represión antes de las elecciones, fraude masivo en las urnas y máxima manipulación informativa postelectoral.

         La impronta de Vladimir Putin recuerda demasiado la de aquellas repúblicas democráticas populares, una tautología aceptada diplomáticamente, a pesar de ser una gran mentira del comunismo soviético: una falsedad tan grande como la de la dictadura del proletariado, que encubría la alienación histórica de la persona, por delante, incluso, del nacionalsocialismo de Adolfo Hitler.

         Rusia no llega a los extremos de la empobrecida Nicaragua, donde el dominante matrimonio Ortega es capaz de procesar a antiguos dirigentes rebeldes, aunque vivan ya en el exilio, como el buen escritor Sergio Ramírez. Para seguir en el poder, se impone liquidar los medios de comunicación libres y procesar a cualquier político que se permita la menor disidencia. En realidad, no haría falta convocar elecciones, pues prácticamente todo el mundo piensa que las urnas recogen sólo la voluntad de quienes organizan los comicios.

         Vladimir Putin parece aplicar idéntico sistema, con recursos económicos y humanos mucho más poderosos, como corresponde a una gran potencia mundial, a pesar de su decadencia: la pérdida progresiva de población es uno de tantos indicios de la regresión provocada por el comunismo, de la que la experiencia muestra la dificultad de salir.

         Porque en las recientes elecciones, a pesar de la presión oficial, ha avanzado el partido comunista, quizá también por la clara invitación de Alexeï Navalny -desde la prisión- a votar a quien más daño pudiera hacer a Rusia Unida, la formación de Putin,.

         La oposición tiene demasiados indicios del fraude electoral, comenzando por la lentitud del voto electrónico, que cambió radicalmente los resultados. Pero la manipulación no ha podido ocultar el declive de Rusia Unida: mantiene la mayoría con casi el 48% de los votos, siete puntos menos que en 2016; la participación sube un 4%, pero dista mucho de los datos de la década anterior.

         El único partido que se beneficia del descenso del partido presidencial es el comunista, con el 21%, frente al 13% de las elecciones precedentes. Con su líder Zuganov, de 77 años, antiguo opositor de Gorbachov, se ha convertido en la última década en punto de referencia para nacionalistas  y nostálgicos de la URSS. En la práctica, ha compartido las decisiones importantes de Putin, especialmente en política exterior: una concomitancia que podría darle nuevos aires ante la impopularidad del actual presidente.

 

         A pesar de sus relaciones idílicas con la iglesia ortodoxa, Putin no puede ocultar sus raíces comunistas, que afloran indirectamente en una praxis cuando menos tendente al totalitarismo. Con el paso de los años, más bien trata de asociar el régimen soviético a la grandeza histórica de la Gran Rusia. La joven generación, como se ha escrito recientemente, no recuerda el Gulag, ni las decenas de millones de muertos en hambrunas y deportaciones, y desconoce los protocolos del pacto Ribbentrop-Molotov, presentado ahora por Putin como un triunfo diplomático. De hecho, la última ley sobre memoria histórica prohibiría la comparación de las acciones de la URSS y Alemania durante la Segunda Guerra Mundial, en clara defensa de la figura de Stalin.

         En el fondo, da la impresión de que a Putin no le importa el avance del neocomunismo ruso. Porque son demasiadas las coincidencias con su política, si se exceptúan quizá las leyes sobre libertad religiosa, que privilegia a la iglesia ortodoxa.

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