Los sindicatos no tienen quién les escriba

Desde hace años, muchos proyectos, tanto de la izquierda como de la derecha, se han estrellado ante las manifestaciones y huelgas convocadas por poderosas centrales sindicales. Pero mi impresión es que su estrella comenzó hace tiempo a decaer, fundamentalmente, porque no han sabido adaptarse a los nuevos tiempos, y siguen trabajando con planteamientos un tanto arcaicos.

No sé quién ganará el pulso en materia ferroviaria. Se trata de un ámbito en que los sindicatos mantienen cierta fuerza, como en otras agencias o empresas públicas de entidad. Se produce una gran paradoja: las centrales, tan partidarias de lo público frente a privatizaciones reales o teóricas, deben ponerse seriamente de acuerdo –primero entre ellas-, para avanzar en la solución de los problemas, sin descargarlos sobre el conjunto de la sociedad aplicando medidas obsoletas, que más bien impiden la modernización del ferrocarril. Parece como si sus mecanismos de acción y reacción estuvieran más necesitados de esa reconversión ya efectuada en tantas empresas públicas.

Desde luego, los ferroviarios franceses van a la cabeza, con diferencia, en el ránking de horas de trabajo perdidas por conflictos laborales. No sé si exageraba o no Le Figaro, cuando afirmaba que salen a una media de mil preavisos de huelga al año. Y, en la década final del siglo XX, se habrían perdido más de dos millones de jornadas laborales. La huelga actual ha sido larga, pero con menor seguimiento que otras precedentes: muestra que los grandes servicios públicos son el reducto de las centrales sindicales, donde reafirman su identidad perdida. Al menos, si se compara con la actitud de quienes trabajan en el sector privado, sin el paraguas de los presupuestos oficiales.

Había cierta expectación ante la jornada de manifestaciones interprofesionales lanzada para el 28 de junio por CGT y FO (Force ouvrière) por vez primera desde que Macron está en el Elíseo: cerca de 130 iniciativas, con participación también de diversas asociaciones de estudiantes. Había de todo: desde concentraciones clásicas a picnics, con presencia en el sector privado y no solo en el público, aunque coincidía la fecha con el último día de la huelga unitaria de los ferroviarios.

Pero la participación en París no ha podido ser más baja: sólo 2.900 personas se reunieron en la capital, según la prefectura de policía. Debió de ser tan palmario el fracaso, que la CGT no entró siquiera en la clásica guerra de cifras. Su Secretario General, Philippe Martínez, afirma que no era cuestión de medir las movilizaciones, porque se trataba de construir una acción a largo plazo. Y no deja de reprochar a Macron que un joven presidente de la República adopte medidas del siglo pasado. Sólo que los objetivos para la rentrée offensive señalados en el comunicado oficial, recuerdan casi el XIX.

Podría agravarse el relativo malestar social. Pero no parece que los afectados apuesten por resolver los problemas en la calle. La participación en la huelga ferroviaria fue solo del 8,43% el día 27, el nivel más bajo desde su arranque el 3 de abril. Se recuperó ligeramente el último día, aunque sólo llegó al 10,26%. La debilidad sindical había sido llamativa –como en otros países- el pasado 1 de mayo.

A mi entender, todo esto confirma la necesidad de que los líderes sindicales reflexionen a fondo sobre cuál es su sitio –si es que lo tienen- en la compleja trama institucional de la sociedad postmoderna. Aumenta el bienestar de las mayorías, aunque siguen creciendo los picos de grandes fortunas y los de exclusión marginal no necesariamente ligada a las migraciones. La terca realidad se empeña también en que el fracaso escolar sea más acusado en hijos de obreros que en los de profesionales. Pero las condiciones del trabajo y la universalidad de la educación facilitan el despliegue de ciudadanos libres iguales, casi sólo diferentes por la diversidad de su talento. No hay ya estratificación por clases, si es que el mito marxista tuvo justificación empírica en algún momento.

Sin embargo, los líderes sindicales parecen dirigirse aún a masas obreras o burocracias indiferenciadas, que están en trance de extinción como protagonistas sociales. A pesar de los errores de los gobernantes, predomina esa difusa clase común, que goza de evidente confort, a pesar del desempleo.

Los sindicatos –como la sociedad- tienen que asumir los riesgos derivados de la complejidad social, de la flexibilidad laboral, de la innovación tecnológica. No todo son ventajas, a corto plazo, en la sociedad abierta. Pero los problemas no se resuelven con estereotipos y consignas trasnochadas. Desde luego, no atisbo en el panorama de las ciencias históricas y sociales a intelectuales capaces de escribir el gran relato que necesita el sindicalismo del siglo XXI para evitar su extinción.

 

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