Sólo falta que los jueces se declaren en huelga

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Escribí hace una semana sobre la necesidad de adaptar la administración de justicia a los nuevos tiempos, para defender de veras a los ciudadanos y cumplir las exigencias del estado de derecho. Lamentaba el poco aprecio por la democracia de los políticos que no quieren poner a disposición de los jueces los medios indispensables. El problema no es sólo español: publicado ya mi artículo, leí el manifiesto de miles de jueces franceses difundido por Le Monde, en su edición del pasado 24.

La prisa no suele ser garantía de justicia. Pero la prudencia no es dilación, porque, en expresión clásica, culmina en el actus imperii, en llevar a la práctica la decisión intelectual ponderada. ¿Qué sentido tiene una sentencia del Tribunal Constitucional sobre normas de un “estado de alarma”, cuando ya no está vigente? ¿Será aplicable en el futuro, para evitar que el ejecutivo cometa el mismo error? ¿O es más bien una invitación a hacerse el sordo y repetir la corruptela para conseguir objetivos a corto plazo, con la tranquilidad de que no hay interdicto que impida el abuso en vía de urgencia?

Soy consciente de que las enfermedades sociales no se resuelven sólo con remedios jurídicos. Lo pensaba el pasado 25, Día Internacional de la Eliminación de la Violencia contra las Mujeres, establecido en 1999 por la Asamblea General de las Naciones Unidas: una historia larga, que recuerda con detalle la también extensa declaración institucional aprobada por el gobierno español el día 23, que termina literalmente con estas pobres palabras: “Las políticas de homenaje y reconocimiento de las víctimas, así como el establecimiento de medidas de reparación son, así mismo, una prioridad para este gobierno. / En suma, el Gobierno reconoce que la lucha contra la violencia machista es una política central en la consecución de un país más justo, libre e igualitario, y envía un mensaje de reconocimiento y homenaje a todas las mujeres, niñas y niños víctimas de la violencia machista que ya no están entre nosotros y nosotras”.

No quiero ser ni parecer apocalíptico. Pero los clamorosos déficits de sistemas educativos occidentales señalados por informes tipo Pisa van más allá del dominio de la lengua, tan importante. Se adivinan también otros fracasos en temas decisivos. Uno es este de la educación sexual: nunca se ha hablado tanto de sexo ni de perspectiva de género en la escuela, pero no parece contribuir a encauzar las pulsiones que llevan a esa creciente violencia. Tal vez porque falta sentido antropológico profundo, fundamento de la dignidad de la persona. Algo semejante pasa quizá con la cultura religiosa: muchas veces me pregunto qué y quiénes enseñarán a ese altísimo porcentaje de alumnos que se apuntan a las clases, también en la escuela pública.

Vuelvo a lo jurídico. El evidente aumento de la conflictividad en la sociedad contemporánea, no va acompañado de remedios proporcionados, aparte de la ineficiente inflación normativa de la que –asómbrense- ya se quejaba en 1958 Federico de Castro y Bravo en las aulas de la entonces Central. Se ha dicho que en el capitalismo la competencia –sin perjuicio de sus ventajas- exacerba el conflicto, por la búsqueda prioritaria del interés propio. Así sucede también con el capitalismo de Estado, como se comprueba estos últimos tiempos en China. Pero la planificación, la intervención pública en tantos campos de la vida ciudadana, produce exasperaciones como las que se viven estos días en países más bien del norte de Europa.

Los remedios jurídicos son claramente insuficientes. La lectura del manifiesto francés que mencioné al principio resulta más bien patética. Pasa  revista a problemas cotidianos: jueces de familia obligados a tratar los casos en quince minutos; jueces civiles locales que juzgan 50 casos al día, con sólo siete minutos para escuchar y evaluar situaciones dramáticas; jueces de menores sin tiempo de recibir a todas las familias; jueces penales que se quedan hasta media noche, para evitar que casos delicados de violencia doméstica esperen  un año.

Esos jueces no quieren “una justicia que no escuche y que lo cronometre todo”. Desean superar un dilema insostenible: juzgar rápido pero mal, o juzgar bien pero con retrasos inaceptables. Describen una situación bastante peor que la española. No es consuelo, sino motivo de esperanza: podríamos avanzar mucho y pronto, si los líderes políticos no tuvieran otras prioridades.

 
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