Soluciones para la globalización de la incertidumbre y la protesta

Bandera de la ONU.
Bandera de la ONU.

La historia no se repite, ni tampoco se termina, a pesar de profecías relativamente cercanas. Pero la situación actual de incertidumbre en el mundo recuerda demasiado a la de los años sesenta.

Quizá lo vivimos con más intensidad quienes estábamos acabando la veintena, y no sabíamos cómo encajar el “desconfiad de los de más de treinta”, uno de los lemas de Mario Savio, gran líder de la revuelta de Berkeley. Como en tantos temas, Estados Unidos iba por delante: a partir de las protestas contra la guerra de Vietnam, surgió una contracultura que los europeos solemos unir al mayo del 68 en París. Pero la acción había precedido al relato.

Surgía una nueva civilización, con la muerte de los absolutismos y la gran difusión del pensamiento débil. No se ha mostrado capaz de fortalecer la democracia, tras la caída del Muro de Berlín –símbolo del fracaso del hombre nuevo comunista-, y ha despojado a Occidente de recursos para enfrentarse con el último de los absolutos: no se cerrará la lucha contra el islam, especialmente en sus formas más violentas, mientras no se abra a la modernidad y aprenda a distinguir entre religión y política. Perderá, incluso, las posibilidades de más bienestar para sus pueblos como consecuencia de la globalización económica, aunque dispongan de armas atómicas. Y seguirá estando en el epicentro del terrorismo y de la mayor parte de los conflictos regionales.

Por otra parte, la globalización, a pesar de sus límites y de las desigualdades, ha contribuido al crecimiento del tercer mundo y de los países emergentes, y ha consolidado las sociedades occidentales. Quizá esos avances económicos agudizan la capacidad de protesta, unida a la crisis de liderazgo político mundial: el panorama, demasiado dependiente de la inmediatez de las comunicaciones, no conoce fronteras. La Casa Blanca no es lo que fue. ¿Quién ve hoy ejemplar al parlamento británico? Aumenta el euroescepticismo, cuando la Unión Europea fue la gran construcción política innovadora tras la segunda guerra mundial. No hay visos de paz en Oriente. China oprime. Japón envejece. Las grandes plataformas tecnológicas se mercantilizan.

El catolicismo dio un gran paso adelante gracias a la genial intuición de san Juan XXIII: la convocatoria de un concilio ecuménico que diera respuesta a tantas incertidumbres y dificultades, también y sobre todo en el plano espiritual. Antes y después del Concilio Vaticano II, se produjo un inédito crecimiento de la información religiosa en todas partes, que quizá no contribuyó a la asimilación de la renovación construida en las naves de la basílica de san Pedro. Las batallas actuales presentan demasiados elementos comunes con las del postconcilio.

La crisis universal de los sesenta tuvo acento propio en España, donde se produjo un desarrollo económico sin libertades ciudadanas, que no presagiaba nada bueno para la convivencia pacífica en el posfranquismo. Franco había ganado la guerra, pero perdía cada vez más claramente la paz. Basta pensar en las protestas universitarias y laborales, o en la asamblea conjunta de obispos y sacerdotes ya al comienzo de los setenta. Había mucho miedo al futuro. Lo experimenté en el verano de 1974, cuando tanto se temió por la salud del General: varios padres vinieron a llevarse a sus hijos de una actividad formativa que dirigía en un precioso y apacible lugar de la sierra norte de Madrid.

¿Qué pasaría cuando muriera Franco? Porque muchos estábamos resignados: no había más remedio que esperar a su muerte. Las abundantes iniciativas, de todo tipo, se proyectaban sobre el futuro. Pero muy pocos habíamos soñado –tampoco yo- con el impresionante espectáculo de ciudadanía que cuajó en la Transición (para mí, siempre con mayúscula). Y espero, quizá utópicamente, que surjan líderes: en España capaces de recuperar el espíritu de consenso que hizo posible grandes décadas de la historia nacional; en el mundo, sobre todo, para fortalecer la UE y la ONU.

La crisis de la democracia se expande por el mundo y se acentúa en España, temo que no por influencias exteriores, por muy fuertes que sean éstas. El problema es universal, y exige reformular la convivencia con más visión de futuro, sin movimientos tácticos a corto plazo, que se agotan en sí mismos.

No se habla ya de la reforma de la ONU. Pero asuntos como la conferencia prevista en Chile sobre cambio climático, o la celebrada en Nairobi sobre población, muestran la amplitud de la crisis, y la necesidad de nuevos enfoques. No puede continuar el deterioro, que denota un tremendo déficit de conocimiento de la historia.

 

En este día otoñal en que, al bajar de las Machotas, veía la increíble mole del monasterio del Escorial, pensaba en que, a pesar de todo, hay soluciones para el mundo y para España. Pero hace falta mucha magnanimidad para aceptarlas y ponerlas en marcha.

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