La veracidad en tiempos de crisis de la democracia

Quiosco de prensa
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Como modesto observador de la actualidad mundial y ferviente partidario de la democracia, no puedo ocultar mi temor ante las múltiples amenazas que se proyectan sobre los sistemas occidentales, a los que, no sin serias dificultades, se incorporó España con la Constitución de 1978.

Tal vez lo más urgente sea recuperar la exigencia de veracidad en la vida pública. Ciertamente, no todos tenemos derecho a saber todo. Pero la transparencia es prioridad, no excepción. Y si queda algún resquicio para la intolerancia debe apuntar a la mentira: al margen del derecho penal, su sanción ética es la dimisión: un mentiroso no puede representar ningún interés general, por complejo que este sea.

La falta de información, el abuso del no comment, el recurso a mentiras más o menos disimuladas, provocan la inseguridad ciudadana, caldo de cultivo de los diversos populismos, que suelen ser peores remedios que la propia enfermedad. Al cabo, enlazan con la demagogia, versión deteriorada de la democracia desde los clásicos griegos.

La novedad quizá de esta época postmoderna que abomina de los absolutos, es la abundancia de afirmaciones apodícticas basadas en ideologías o modas, sin fundamento teórico ni conocimiento de la realidad. Se explica que crezcan las descalificaciones, los odios, los insultos, la irracionalidad. ¿Cómo no añorar la ordinatio rationis? También para evitar la abundancia de los efectos negativos de leyes demasiado extensas por poco meditadas.

Cuando de encontrar la verdad se trata, lo último es recurrir a comisiones de investigación parlamentarias: lo verdadero no tiene por qué coincidir con lo mayoritario; por ejemplo, los americanos siguen sin saber qué pasó realmente el 6 de enero de 2021 en el Capitolio, salvo provisionalmente para quienes han sido condenados en la jurisdicción penal por sentencias aún no firmes.

Está en juego la confianza de los ciudadanos en sus dirigentes. La investiga, por ejemplo, un centro de investigación francés inserto en la institución conocida popularmente como Sciences Po. En el barómetro de 2022, el 75% de los encuestados considera que los políticos están "desconectados de la realidad": no es que mientan, sino que están como ciegos, incapaces de hacerse cargo de los auténticos problemas y de aplicar medidas beneficiosas. Por otra parte, para el 65%, los cargos electos y los dirigentes políticos franceses son antes corruptos que honrados, es decir, mantienen una relación deliberadamente ambivalente con los valores de sinceridad, honradez y verdad.

No se trata de aplicar a la acción política criterios filosóficos, entre otras razones, porque la misión del líder es proyectar la sociedad hacia el futuro, necesariamente con incertidumbres y riesgos. De ahí la importancia de las reglas de juego, de la ética de los procedimientos, garantía moral de acierto y justicia en la acción pública. Justamente porque nadie tiene monopolio de la verdad, no se puede desoír a cualquiera que tenga un legítimo interés en cada cuestión: hoy, toda soberanía es compartida; en democracia, pasó el tiempo de las soberanías absolutas, también de las autocalificadas como populares.

En la política no hay verdades absolutas; tampoco, por tanto, mentiras absolutas. El juicio político es distinto del discernimiento ético. Pero, en la estela de Hannah Arendt, conviene mucho estar prevenidos contra tendencias que abocan a los totalitarismos, al perder el sentido de la diferencia entre verdad y mentira.

Baste como ejemplo la jurisprudencia del Tribunal Constitucional español sobre el derecho del art. 20, 1 d): comunicar o recibir libremente información veraz por cualquier medio de difusión. Propiamente es una tautología: la veracidad es un elemento de la información; sin verdad comprobable, sería error, desinformación, manipulación, propaganda. Pero, a efectos jurídicos, basta haber puesto los medios para averiguar la verdad, y las fronteras pueden ser distintas cuando se trata de gente común o de personas con responsabilidad pública en el plano público o, simplemente, “popular” (en las acepciones clásicas propias de publicaciones deportivas o revistas del corazón, como en las novísimas figuras influyentes nacidas en las redes digitales).

 

Ha entrado en crisis el dogma de que los hechos son sagrados, las opiniones, libres. Porque no siempre es fácil comprobar lo sucedido, mucho menos en tiempos de guerra (militar, como en Ucrania; cultural, en tantos campus universitarios); y las opiniones pueden estar predeterminadas por criterios o prejuicios ideológicos, políticos, empresariales, publicitarios, incluso religiosos.

Como decía hace muchos años un gran periodista europeo, la plena objetividad no es posible; pero la voluntad de ser objetivo puede darse, o no. De ahí depende muy probablemente la consolidación de la democracia en tiempos de crisis.

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