Tras la victoria de Macron, repensar el futuro más allá de la demoscopia

Emmanuel Macron.
Emmanuel Macron.

Por razones distintas, gobiernos y empresarios gastan mucho dinero en servicios que analizan las tendencias sociales, por la cuenta que les trae. Pero, a pesar de tantos avances en inteligencia artificial –no entro en modo alguno en la utilización de Pegasus, objeto de muchos comentarios en el mundo libre desde hace varios años-, cada vez es más difícil predecir las decisiones colectivas en régimen de libertad.      

La primera vuelta de las elecciones presidenciales francesas mostró un amplísimo abanico de posibilidades y decisiones. Lo han tenido en cuenta los dos candidatos finalistas en la campaña y en los debates ante el balotaje. Y, en muchos aspectos, han agrandado heridas sociales que se resisten a cicatrizar, porque en su esencia está la decepción y la desconfianza ante quienes teóricamente deberían ser sus representantes políticos.

Ciertamente, es amplio el desencanto ante el funcionamiento real del sistema democrático, por muy delante que esté en las preferencias ciudadanas respecto de cualquier otra forma de gobierno. Si algo está claro, es que la gente joven va por delante en esa actitud que, de ordinario, se refleja en el crecimiento de la abstención: no se fía de promesas, y no siempre por indiferencia social, sino por el carácter quizá negativo de sus primeras experiencias reales en la confrontación propia de la vida pública. 

De todos modos, no se puede simplificar. Puede que les cueste más que antes embarcarse en las actividades de las canteras que tiene todo partido que se precie. Todos hemos conocido probablemente a estudiantes que alternaron su época en la universidad con el comienzo de una carrera política en organizaciones de juventud o de nuevas generaciones –no importa el nombre. De hecho, al cabo de los años, cuando algunos ocuparon puestos relevantes en la vida pública, en su currículum no aparecían las referencias de carácter típicamente profesional –en lo público o en lo privado-, sino una dilatada experiencia política en el escalafón del correspondiente partido.       

En tiempos recientes, ese tipo de actividad, que muestra el interés por la res publica, se ha dirigida en un porcentaje creciente hacia las tareas de voluntariado: tanto en organismos clásicos en el campo de la beneficencia o asistencia social, como en tantas ONG que florecieron en la segunda mitad del siglo pasado.

Pero mi impresión es que no tiene nada de ingenuo esta joven generación que llega a la mayoría de edad. Muchos luchan a favor del reconocimiento como tal del voto en blanco, que en algunas leyes electorales se contabiliza injustamente como genérico voto nulo. Sirve para reducir objetivamente el porcentaje de la abstención, pero no refleja el propósito real de manifestarse contra el sistema de elección o los dirigentes del momento.

Por si fuera poco, bastantes han optado por el voto útil –algo que parece senil a primera vista-: es uno de los elementos de mi explicación, no sé si acertada, del buen resultado en la primera vuelta de Jean-Luc Mélenchon, el líder de la Francia insumisa. Muchos jóvenes, decepcionados por políticas y promesas del gobierno y de los partidos de oposición, no dieron su voto a los Verdes, sino que pusieron su esperanza en el líder izquierdista que había asumido también posturas medioambientales exigentes.

Los sondeos de opinión no necesariamente llegan a tantos matices. Pero tampoco han previsto la magnitud del deterioro sufrido en las elecciones por las dos grandes tendencias políticas que encarnaron alternativamente los presidentes de la República, hasta la victoria de Emmanuel Macron en 2017. Se detectaba la desilusión ante los socialistas y republicanos-gaullistas de diversas denominaciones históricas, pero no hasta el extremo de no alcanzar ese 5% mínimo para conseguir subvenciones públicas y amortizar las deudas contraídas por los gastos de campaña...

Aunque al final Macron haya sido reelegido mayoritariamente, la situación política francesa invita a una seria reflexión, también porque en las tendencias que afloran –incluido el récord de abstención desde 1969- está en juego el futuro de la Unión Europea y de muchos de sus Estados miembros.

 
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