La violencia contra la mujer en la órbita islamista

Mujeres afganas manifestándose en Kabul
Mujeres afganas manifestándose en Kabul

No se trata sólo, obviamente, de la violencia física. Tanto o más importa la violación de exigencias básicas de la dignidad humana, especialmente las relativas a la libertad religiosa, al derecho a la educación o al consentimiento matrimonial.

Los ojos occidentales se enfocan y desenfocan con facilitad en estas materias. Estos días muchos temen con razón por el futuro de la condición femenina en el Afganistán gobernado por los talibanes. El miedo está justificado, pues existen antecedentes demasiado próximos en ese país, como explica con precisión Helena Farré Vallejo en un artículo de referencia publicado en Aceprensa. Pero los problemas se plantean también en tantas otras repúblicas islámicas, incluidas las que ofrecen la paradoja de su aparente alianza con Estados Unidos, que llega a la pertenencia a la OTAN en el caso de Turquía. Muchos dólares acaban en el erario de Marruecos, Egipto, Arabia Saudí o Pakistán: la geopolítica parece más importante que la defensa de la condición humana.

Así, Pakistán sigue sin modificar las leoninas prescripciones de su código penal, conocidas sintéticamente como ley de la blasfemia: una acusación, gratuita o basada en un mínimo desliz verbal, puede llevar a graves penas, incluida la muerte. Durante una década, Asia Bibi, una madre de familia sencilla, sufrió en las cárceles de Pakistán, hasta conseguir la absolución del Tribunal Supremo. Salvo error por mi parte, vive hoy en Canadá, olvidada –felizmente para ella- de los medios de comunicación. Pero no hay semana en que no aparezcan duras noticias sobre personas cristianas paquistaníes, acusadas y condenadas por la aplicación de una ley, que ampara en el fondo ambiciones patrimoniales o matrimonios forzados. En gran medida, se trata de víctimas femeninas.

Por su parte, la Turquía de Erdogan se aleja cada vez más de Europa. La condición jurídica de la mujer está en franco retroceso. Las autoridades –cada vez menos “civiles”- no se han decidido a abordar la necesaria reforma del código civil, indispensable para formar parte de la Unión Europea. Aunque el derecho de familia sea competencia de los Estados miembros, existen requisitos mínimos exigibles a todos, en virtud de los textos constitucionales y la carta de derechos sociales. Se les ha recordado una y otra vez, sin éxito.

Por si fuera poco, Turquía abandonó formalmente el día primero de julio el tratado internacional sobre la violencia contra las mujeres, curiosamente conocido como convenio de Estambul, por el lugar de la aprobación del texto en 2011. Como era previsible, un tribunal rechazó la apelación para suspender la decisión de Ankara, anunciada por Erdogan en marzo. "Continuaremos nuestra lucha", declaró entonces Canan Gullu, presidente de la Federación de asociaciones de mujeres turcas. "Turquía dispara contra su propio pie con esta decisión”. Lamentaba, además, que todo sucediera cuando había aumentado la violencia doméstica, como consecuencia de las dificultades económicas derivadas de la crisis sanitaria del coronavirus.

El Convenio de Estambul compromete a sus firmantes a prevenir las violencias domésticas y otros abusos similares -como la violación conyugal y la mutilación genital femenina-, a perseguirlos judicialmente cuando proceda y a promover la igualdad. Sin embargo, muchos militantes del Partido de la Justicia y el Desarrollo (AKP) del presidente Erdogan estiman que la convención socava las estructuras familiares que protegen la sociedad. Apoyan sus tesis en el correspondiente maniqueo, en este caso, la acusación de que el tratado fomenta la homosexualidad, porque incluye en el texto principios contra la discriminación por orientación sexual.

Como suele suceder en estos casos, los portavoces oficiales afirman que "la retirada de nuestro país de la convención no supondrá una laguna jurídica o práctica en la prevención de la violencia contra las mujeres". Pero el problema de Erdogan, como el de tantos otros líderes actuales, es la quizá imparable pérdida de credibilidad.

Estos problemas gravitan también sobre los líderes occidentales, que tienen sobre la mesa el expediente de una nueva ola de refugiados, procedentes de Afganistán. Aunque sólo sea para aliviar posibles conciencias grabadas por la pasividad en la defensa de los derechos humanos, deberán ser generosos en la aplicación del derecho vigente sobre concesión de asilo.

Se comprende que las responsables de la Liga de derecho internacional de la mujer insistan, en una reciente tribuna de Le Monde, en la urgencia de ampliar el estatuto de refugiado –definido en la convención de Ginebra de 1951- a las mujeres víctimas de violencias toleradas o amparadas en ordenamientos jurídicos estatales. Es el caso de tantas afganas que se ven hoy obligadas al exilio. Forzoso es aceptar que el reconocimiento de derechos humanos universales no es una imposición prepotente de la cultura occidental.

 
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