De la violencia verbal a la física: homicidios por odio en el mundo

Me interesó la noticia de miles de suecos unidos para responder a la avalancha de mensajes de odio en Internet. Las nuevas técnicas han acrecentado quizá los posibles males de la lengua denunciados en la Biblia: no se trata de mensajes que suscitan en el lector rechazo, repulsa. Al revés, provocan odio para las personas o situaciones que mencionan. Y las redes sociales, que deberían ser instrumento de conocimiento y concordia entre los hombres, se convierten en transmisores de enemistad. De ahí la iniciativa sueca de una organización llamada #jagärhär ("I'm there"), un grupo de Facebook de casi 75.000 miembros: cuando una persona es atacada on line, salen en su defensa con mensajes positivos. Todo un modelo para la cultura del sur, quizá más propicia a la crítica que al aplauso.

Haría falta algo semejante en el campo jurídico, para contribuir a revisar leyes progresivamente odiosas: paradójicamente, unos odiadores se han impuesto sobre otros, con notable desconcierto y abundantes injusticias en los procesos penales. No crece la concordia, ni disminuyen sensiblemente las violencias ni las muertes. Sólo aumentan las denuncias.

Quizá no hay nada más grave hoy que la violencia ideológica y física del terrorismo, que siega la vida de miles de inocentes. Pero, a su vera, crecen otros odios más o menos colectivos que acaban con la existencia de personas individuales. Así sucede, en concreto, con los asesinatos de periodistas o misioneros, en el sentido amplio de ambos términos. Suelen publicarse los datos a finales de cada año, con el riesgo de acostumbramiento. De ahí que me haya decidido a escribir estas líneas.

Ciertamente, el derecho a la vida no es absoluto, como no lo son las libertades reconocidas en los ordenamientos jurídicos democráticos. Es lícito, por ejemplo, poner en riesgo la propia existencia, como hacen médicos y enfermeras ante la expansión de conocidas epidemias. Pero nunca lo será –al menos, eso pienso- poner fin a la vida ajena, menos aún por motivos ideológicos.

Algunas muertes alcanzan una difusión mediática mundial, como el asesinato del periodista saudí Jamal Khashoggi, colaborar del Washington Post, que murió el 2 de octubre en el consulado de Arabia saudita en Estambul. Fue nombrado “persona del año” por el semanario Time, junto con tantos colegas en peligro. Pero fue sólo una de las víctimas en un año tristemente récord: 80 informadores murieron violentamente en 2018, según el informe anual de Reporteros sin Fronteras (RSF). Además, 348 fueron encarcelados y 60 fueron retenidos como rehenes.

Para el presidente de RSF, “la violencia contra los periodistas ha alcanzado niveles sin precedentes este año, la situación es ahora crítica”. Y agregó: “el discurso de odio legitima la violencia, por lo que socava el periodismo y la democracia en sí misma”. China sigue siendo el país que detiene a más periodistas, así como “blogueros” no profesionales. Aunque, en el momento del informe, el número mayor de quienes seguían en la cárcel estaba en Turquía, donde se abusa paradójicamente de la acusación de terrorismo, como acaba de comprobarse con la arbitraria condena a diez años del juez Murat Arslan, premio Vaclav Havel 2017 de la Asamblea parlamentaria del Consejo de Europa.

El mayor número de muertos corresponde a Afganistán, seguido de Siria, México, Yemen, la India y, sorprendentemente, Estados Unidos (quizá por el asesinato de cinco personas del Capital Gazette de Maryland en junio).

También aumenta notoriamente la violencia contra sacerdotes y religiosos, según el balance anual de la agencia Fides: en 2018 fueron asesinados en el mundo 40 misioneros, casi el doble con respecto a los 23 de 2017; además, la mayoría eran sacerdotes: 35. Por otra parte, mientras en los últimos ocho años iba por delante América, en 2018 fue África el continente que se llevó la palma de esta dramática clasificación.

No deja de ser paradójica la situación, que refleja una de tantas contradicciones culturales de nuestro mundo: el pacifismo figura casi siempre en primer plano de los sondeos sobre valores dominantes o emergentes; pero no dejan de crecer los distintos tipos de violencia. Es lógico que el problema tenga su repercusión en reformas de los tipos penales. Pero no parece que la mera represión tenga los éxitos fulgurantes que prometen las exposiciones de motivos de las leyes. Más bien están consiguiendo limitar la libertad de expresión, como se comprueba en las universidades anglosajonas que figuran a la cabeza de los rankings. Al contrario, la proliferación de “delitos de odio” puede llegar a resultar exasperante para la gente de natural pacífico. La solución no puede ir por ahí, justamente por lo fácil que resulta a las cámaras legislativas aprobar leyes penales…, que acaban creando más problemas de los que resuelven.

 
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