Carta a un amigo... del alma

Querido Santi:

Día a día me enfrento con el hecho de que muchas personas se manifiestan como faltas de cariño y de amistad cuando, por otra parte, rara es la conversación en la que no se cita la presencia de uno de ellos.

De forma más que habitual la palabra en cuestión está presente en todo tipo de charlas y tertulias: ayer fui al cine, a un restaurante, de viaje, etc., con unos amigos.

¿Cómo puede ser que teniéndolos no haya amistad? o ¿quizás estamos confundiendo el significado de los términos en cuestión? ¿Acaso tiene el mismo sentido la compañía sin compromiso que la verdadera amistad?

La  amistad con mayúsculas se manifiesta:

En la calidez de un abrazo cómplice, cuando el dolor o la alegría  nos embargan. No sólo se es amigo en la desdicha, también se es en la alegría. ¿Por qué si no, ante la consecución de un logro anhelado, corremos cual niños ilusionados al encuentro del amigo?

¡Qué tristeza cuando no podemos compartir siquiera la alegría!

Un abrazo sincero no necesita de palabras, es la más profunda manifestación de amistad con otra persona.

En la charla animosa, esperanzada, insustancial, culta, apasionante, en un dejar pasar el tiempo a lomos de la palabra. ¿Hablar para qué? Para compartir, para desear, planear, hacer sonreír y, sobre todo, para reconfortar, para reparar el alma dañada.

 

Creer en el otro cuando ya nadie lo hace, adivinar en el amigo lo que él ni siquiera es capaz de imaginar, orientar en el desgobierno.

En la compañía y ayuda de quién no espera nada a cambio; el ajuste cicatero no existe, la relación así fundamentada es ajena al trueque, al intercambio. Se espera y, se desea, la reciprocidad de la ayuda en una relación en la que la contabilidad afinada no tiene cabida.

En el regalo de un detalle, valioso no por la cuantía del mismo sino por el profundo significado que supone que otra persona, acordándose de ti, se haya empleado en ello.

¡Qué tiempo más hermoso el que dedicamos a los demás!

Cuando todos estos ajustes se producen, la amistad, cual catalizador emocional que es, hace posible la reacción química que supone tener un amigo de  cuerpo, corazón, mente y alma.

Cuerpo, en la ayuda y  cuidado del otro; corazón, en el buen trato, amable, cariñoso y considerado; mente, en el respeto a su criterio y opinión; y alma, en la hermandad que produce saberse cómplices de los mismos principios, aquellos que aúnan a  las personas de bien.

De ahí que siga siendo válido lo que tantas veces nos han referido: los verdaderos amigos se cuentan con los dedos de las manos y te sobran dedos. No resulta fácil, ni sencillo, interpretar una sinfonía tan ajustada con otra persona.

Pero hete aquí, que ya hace tiempo que descubrí la magia de lo que significa saberte acompañado en la distancia, en la complicidad de quien persigue, a su manera, fines similares a los propios. Es un discurrir  paralelo en pos de una meta en común. En este tipo de amistad el día a día no cuenta; no hay cine, deporte, comidas o viajes en común, la vida de ambos discurre en un hacer opaco a los ojos del otro.

Pues bien, querido amigo, aunque apenas conozco tus costumbres, alegrías y  desencuentros con la vida, contigo he descubierto la existencia de un tipo de amistad: la del alma, aquella que no necesita del trato continuo, de las aficiones compartidas, de la noticia regular, pero que, cuando pasado el tiempo, nuevamente nos encontramos  se produce magia. La magia que surge de la hermandad entre dos personas cómplices en su anhelo de ayudar a otros a encontrar su camino.

Gracias por tu compañía en la distancia.

Un abrazo.

Tu tocayo

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