La incompetencia y falta de valía como ventaja competitiva (el concurso de belenes)

Es por ello que, ante la posibilidad de  mostrarse diferente y mejor, se encontraría la respuesta oportuna al deseo de logro y de prosperidad económica  de nuestra empresa, organización e, incluso, vida profesional.

Ámbitos todos ellos necesitados de las mismas esencias competidoras: hacer de forma eficiente lo distinto, lo singular. De resultar así, seríamos añorados, a la par que deseados, por la exclusividad y esencias de nuestro particular talento (tanto individual como colectivo).

¿Por qué no recordar aquellos consejos, machaconamente esgrimidos por  padres y profesores,  de perseverar en  la búsqueda del mejor desempeño posible? Las razones de tanto desvelo se apalancaban en el supuesto de que una mente trabajada y formada, se plasmaría como la mejor carta de presentación “en sociedad”.

¿Y qué decir de los supuestos propios de la competición empresarial? A la competencia en costes (competir en precio), diferenciación (competir en lo distinto) o especialización (competir en lo singular) de Porter, le siguieron la excelencia en las operaciones, producto o cercanía de relación con los clientes, de Treacy y Wiersema; para más tarde, apostar por la concentración en unas pocas competencias esenciales, de Hamel y Prahalad. No obstante, y a pesar de tanta alternativa, en todas ellas se adivina un  paradigma unificador: competir con garantías no es otra cosa que, haciendo algo extremadamente bien, diferenciarse de los demás.

La respuesta a la ambición de ser percibidos como únicos, y consecuentemente deseados en nuestra escasez, se concretaría en adquirir una ventaja competitiva (hacer algo extremadamente bien) que siendo sostenible en el tiempo  nos diera la vitola de  mejor opción posible.

Pero, ¿y cuándo la tontuna e incompetencia manifiesta nos ahogan? ¿Hacer bien el tonto, pudiera ser fuente de ventaja competitiva? ¿Desde la ignorancia se puede competir con ventaja suficiente?

Una referencia particular.

Con apenas  13 años pude apreciar la ventaja que podría suponer  ser percibido como una calamidad por aquellos rivales que sí competían y, consecuentemente, perseguían la victoria.

Era costumbre en mi colegio que, con motivo de la Navidad, se hiciera un concurso de belenes; concurso al que todos estábamos obligados a participar. El mecanismo, sencillo, consistía en apuntar en la pizarra los distintos “motivos” objeto de representación para que, eligiendo uno de entre ellos, recogiéramos las figuras que el organizador del evento ponía a nuestra disposición, con el ánimo de que cada cuatro alumnos presentáramos lo mejor de nuestra creatividad.

Mi equipo, más enfrascado en el juego y en el deporte que en otra cosa, decidió permanecer agazapado a la espera de que, acabándose los motivos, no tuviéramos opción a participar. Pero hete aquí que nuestra mente, poco trabajada hasta aquel momento, no cayó en la cuenta de que todo estaba calculado.

 

El final del reparto (de escenarios) se nos anunció de lo más lamentable; nuestro diorama  -el único que quedaba- se titulaba: la travesía del desierto. Sin más alternativas, porque no las había, decidimos atacar tan noble tarea. El resultado se plasmó en un “lamento de belén”; despropósito que consistía en una forma cúbica en madera, rebosante de arena y adornada con un fluorescente de lo más “cutre” que lo único que propiciaba era la mirada lánguida de unos Reyes que no soportaban tanto resplandor. ¡Qué vergüenza en la comparación! Pero así son las cosas. Votamos, como todos los demás, pero eso sí, adornados de un gesto de lo más desapegado para no dar más pábulo a nuestra “indignidad”.

El recuento de votos, dejándonos estupefactos, propició una lección que jamás olvidaré. Nos quedamos perplejos, ¡qué digo yo nos quedamos! ¡El colegio entero, quedó perplejo! cuando de entre una cuarentena de participantes nos encontramos ocupando  la posición vigésimo primera. Nos relamíamos de gozo; tal era el sabor a  victoria que suponía haber sobrepasado con creces una perspectiva que no era otra que la de ser últimos con diferencia.

Huidos de la momentánea vergüenza, y apartados del mundanal ruido, acabamos por comprender que todos aquellos que en su esfuerzo optaban al triunfo, nos habían entregado su voto en el convencimiento de que lo nuestro era un imposible. He ahí la lección.

Cuando el sistema obedece a patrones de juego que se alimentan de la excelencia, del trabajo esforzado, del compromiso, y de un largo etcétera de valores subyugados a criterios de justicia, servicio, entrega, etc., ser el más preparado y mejor se anuncia como el anhelo más deseable.

Por el contrario, cuando el baile de salón se concreta con astucia, egoísmo, miseria moral, y soberbia, entre otros lamentos de la naturaleza humana, la tontuna pudiera ser una importante fuente de ventaja competitiva.

Tanto en el teatro empresarial como en el político, la figura evocada por el concurso de belenes se me antoja de lo más cotidiano. Baste contemplar a tanta eminencia que, ocupando cargos políticos de responsabilidad, se permite  el adorno de  una reducción salarial que alcanza unas cotas retributivas que ni en sus más anhelados sueños hubieran imaginado. De esa forma, se muestran sacrificados en un bocado que, de normalidad, jamás hubieran catado. Pues eso, a veces, la tontuna es la principal fuente de ventaja competitiva.


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