De ARCO al Prado - Cuando íbamos al Prado

Quizá ya no tengo ojos para verlo como entonces lo veía, en un día de abril, en una algidez de optimismo y primavera, con el orbe como una sonrisa del orto hasta el ocaso y una paz suburbana resumida en un jaleo de árboles y luz. Por el Prado paseaban un abuelo eterno y un niño eterno y, hacia el mediodía, el sol era del mismo color que las patatas fritas. Eran días alegres, los días de visita al Prado: ni siquiera sabíamos que iban a quedar en la memoria. El petardeo de un coche en la distancia subrayaba la realidad sin quitar ensoñación.

En su hondonada, el museo no hacía sino seguir la humildad que siempre tuvieron los mejores edificios madrileños: sin perspectivas concluyentes, sin presencia aparatosa, sólo se muestran al ojo que los sabe descubrir. Pienso en el palacio de Santa Cruz, en la Casa de la Aduana. El mismo Prado se alzaba con empaque tranquilo, con la dosificación más medida de severidad y gracia: al evitar el dramatismo de la monumentalidad, se llegó a esa sensualidad de la razón propia de lo mejor de su época. Si las inscripciones en la entrada –Velázquez, Rubens, Tiziano- alimentaban un sentido reverencial, en el Prado también podía ocurrir que uno se encontrara al director en la puerta, como un tendero que sale de la tienda a ver si llueve: una actitud muy distinta de la pompa y el triunfo que uno le supondría, en tal circunstancia, a un director del Louvre. Años después, al acudir a la biblioteca por mediación de un amigo, me llamó de nuevo la atención que, en la gran institución nacional, en ese compendio de España que es el Prado, todo tuviera una escala de intimidad, casi de modestia: aquello podía haber alentado peores pensamientos, sin duda, pero uno se quedó con que no hace falta enfatizar la grandeza o la belleza. Que lo bueno no necesita explicación ni promoción, que su defensa está en su desnudez.

Y es que esa era –esa fue- la gran lección del Prado: llegar no a la sublimidad del arte, sino a una familiaridad con la belleza, familiaridad que bien valía como recordatorio y como arraigo: el recordatorio de que había sido posible, de que era un privilegio al alcance de los ojos; el arraigo de que esa era la verdad más honda que nos sustentaba y que –de alguna manera- había que estar a la altura, aunque esto se limitara a no pasear por las salas en chancletas. No me hago ilusiones esteticistas sobre la capacidad de arrobo que uno podía tener –pongamos- a los quince años; seguramente uno estaba más atento a la coleta de cualquier turista a la que sospechábamos una vida maravillosa allá en Eindhoven. Sin embargo, ir al Prado era la manera de abrirnos los ojos no ya a un mundo de maravilla en el que los reyes, lejos de hacer windsurf, entretenían sus ocios hablando con Velázquez, sino, sobre todo, a la existencia de ámbitos distintos a la tentación de la mediocridad, invitándonos a considerar que la apuesta por la belleza era la apuesta por la verdad, y que esa apuesta –constitutivamente débil, derrotada- compensaba por sí misma: la delicadeza con que asiente María al anuncio del ángel significaba más que todo el ruido de este mundo. Entre el ideal y nosotros mediaba nuestra indignidad, pero podía aprenderse algo que en nuestra época se olvida: que lo grande era grande, y lo hermoso, hermoso, y que así había que reconocerlo.

Al recordar el Prado como educación, uno no puede sino observar con cierto lamento la voluntad de cambio: ir al museo bajo la condición de espectacularidad de que sea de noche o de que toque U2 en la sala de Las Lanzas, instalar esculturas mazacóticas, sacar las meninas a la calle, ese nuevo estuco rojo como de restaurante indio. Frente a esto, al recordar aquellas visitas al Prado, uno se queda pensando en la vieja verdad que dejó dicha Bossuet: le propre de la miséricorde, c'est de conserver; lo propio de la misericordia es conservar. Hoy, en cambio, sólo tenemos por sagrada la destrucción.

 
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