La isla de los santos – ‘¡Aahh! ¡Tú eres católico!’ – Waugh, Inglaterra y la religión

‘¡Aahh! ¡ eres católico!’ He tenido que oír varias veces en mi vida esta expresión, mezcla de sorpresa, decepción, prevención y, según los casos, distanciamiento, digamos, afectivo. No está tan mal pues en los tiempos recios solíamos acabar en los leones. E incluso a veces uno piensa si nuestro gobierno no debiera montar un par de circos a fin de estimularnos algo más. Sería una manera de tomarnos en serio; de momento Zapatero nos ve algo así como un alma de peluche.

Por una parte, si uno es católico, en principio debiera notarse. Por otra parte, la manera de notarse no debiera consistir en cuestiones sorprendentes (lucir una gran cruz pectoral, por ejemplo, saludar a la gente diciendo ‘ave María Purísima’ o bendecir desde la ventanilla del coche) sino entrar dentro de un margen de naturalidad. Como tanta otra gente, lo cierto es que uno no puede alardear de virtudes ni de pecados, y ser católico no es una cosa que dé orgullo como ser del Atlético de Madrid, sino que pertenece a otra liga, el don de la fe, la apertura dialógica a lo divino. En todo caso, ser católico no está entre las cosas que uno busque hacerse   perdonar. Por lo demás, siempre he estado con gente que de alguna manera me creía menos católico (y menos español) cuando uno quizá sólo era menos entusiasta o expresivo, y ese ha sido un gran entrenamiento para creerme con poca autoridad en la materia. Todos nos terminamos creyendo lo que nos dicen con la insistencia suficiente.

Como fuere, hace algún tiempo me preguntaron por email qué era para mí el catolicismo y di una respuesta muy estúpida y muy alejada de la realidad y que dejo, al modo medieval, como ejemplo inejemplar: “mi catolicismo es un catolicismo a la medida del Retiro, un catolicismo de abecé y buenas costumbres. Ese es mi catolicismo, molesto cada vez que el párroco pide limosna o habla de los malos pensamientos, avergonzado cuando una señora se encocora al cantar en la iglesia. Lo otro son los santos. Nosotros sólo somos los fieles.” Bien, al escribir esto quizá –quizá- debieran haberse abierto los cielos para entregarme una severa admonición de Roma diciéndome que no me entero de la Misa la media, expresión muy al caso. Pero vivimos tiempos de misericordia, todavía.

Por supuesto, dije aquello con conciencia plena del error de la definición y con no más que la voluntad de poner en valor el catolicismo natural que aún llegué a vivir y el poder civilizatorio que tenía: al fin y al cabo, como la mayor parte de la gente cuenta con escasos recursos propios de inteligencia, el catolicismo venía a ejercer como esa inteligencia supletoria que es la educación, la piedad mutua y el sentido común, de ahí que, por ejemplo, el campesino castellano no haya sido un detrito humano sino todo lo contrario. Como sea, a vuelta de correo me dijeron que eso que había definido no era el catolicismo sino el anglicanismo. Tenían razón.

Y, hablando del anglicanismo, podemos seguir hablando de Inglaterra. Hace muchos años que la vida inglesa me viene interesando. La literatura inglesa es la gran literatura aunque uno se amamantó con la española y la francesa. En algún lugar, por ejemplo aquí: http://elconfidencialdigital.com/opinion/tribuna_libre/067662/un-obispo-de-izquierdas-y-una-crisis?IdObjeto=15171&SessionRedirected=true he hablado de la vida inglesa, de algún aspecto de la vida inglesa. Hoy no vivimos grandes horas para la anglofilia tradicional: el anglicanismo tiene goteras y ya es la segunda religión del país, en Savile Row se visten los jeques y no los duques, se bebe más café que té y hace un tiempo remozaron violentamente el grill del Savoy, momento en el cual lady Thatcher torció su labio con desprecio.

En el mundo, la anglofilia ha sido un motor de mejora espiritual –política, novelas, clubs, etc- al tiempo que ha tenido la atribución incómoda de excentricidad y esnobismo. Como algunas especies de animales, los ingleses llegaban a todas partes y se hacían el mundo a su medida: club de golf, iglesia, pub, colegios, el correo con el Times. En España, la anglofilia ha ido por zonas y la anglofobia ha sido continuada y grande hasta ser parte del carácter nacional. Por supuesto, uno no es anglófilo porque, como decían las pegatinas, ser español es un orgullo y ser madrileño es un título; en cuanto al esteticismo inglés –los tweeds, las colonias de trumper’s- es cosa que no fue más allá de los veinte años, que es cuando cualquier persona tiene permiso y comprensión para ser un poco petimetre. También puede pensarse que la anglofilia es, ante todo, una cuestión que viene sola precisamente cuando uno se ha formado según el meridiano de París; mis ganas de escribir sobre las concomitancias entre lo francés y lo inglés son intensas, y vital y estética y literariamente hay ahí un gran filón comunicativo, y tan vivo que ya se sabe que son los franceses y no los ingleses los que visten a la inglesa todavía; hay anécdotas famosas al respecto. Es lo mínimo que puede decirse, mientras de columna a columna, a uno y otro lado del canal de la Mancha, se cruzan la mirada Napoleón y Nelson. Con todo, he seguido manteniendo un interés por la vida inglesa sin manías anglofílicas ni la necesidad de comprarme un basset-hound; tan sólo lo suficiente como para ir leyendo la gran novela del Londres de entreguerras, A dance to the music of time, de Anthony Powell, un conjunto de doce novelas y muchas, muchas páginas, que pienso terminar en cuanto me entre un tifus y tenga tiempo.  

También he prestado cierto interés, por ejemplo, a Evelyn Waugh y familia, interés más bien reciente pues de la literatura inglesa ante todo me atrajo la poesía y sólo con veinte o veintiún años A. U. me regaló Brideshead, con emotiva dedicatoria incluida. No puede decirse que tener un interés por John Keats sea un error pero, en realidad, la literatura inglesa es ante todo la narración, la novela, en estos últimos siglos. Ahí los españoles nos podemos apuntar un tanto pues es algo que nace en Cervantes, leído con gusto obsesivo en Inglaterra y determinante de la calidad de la novelística británica; el escritor más parecido a Cervantes no deja de ser el cien veces magnífico Lawrence Sterne, y lo cervantino se perdió aquí para seguir allí. Ya que me estoy justificando, sin embargo, hay que decir que los intereses literarios, más aún si son especializados, no son pasiones o ilusiones sino puros y simples trabajos, prosa obligatoria. Todo el ardor termina ahí pues uno ha huido de la crítica literaria como esos negros que se resisten a ser negros.

Waugh, además, viene con la peor de las recomendaciones posibles: para muchos es ‘de los nuestros’ y, por tanto, da igual cómo escriba, cosa inicua pues Waugh es gran escritor. Cuando no hay fascinación, hay condescendencia, extremos que anulan la capacidad de juicio aunque el gusto literario exija un punto de dejarse fascinar. Pero he ahí que Waugh ha sido para algunos casi el único contacto con una literatura no banal, y las reacciones que les provoca resultan, por lo tanto, muy curiosas. En general, ver las bibliotecas de instituciones o personas católicas en España es como para despellejarse el pecho a golpes, una mezcla de novelas de Vizcaíno Casas, conspiraciones masónicas y extrañamiento total del mundo en torno. Debe de ser que, como tenemos la verdad, lo de leer importa poco.

El problema es más de fondo: se ha perdido la percepción de que la literaria es un tipo de inteligencia del mundo, una inteligencia analógica que –lo que son las cosas- antaño desembocaba en la sabiduría. Por contraste, se tiende a pensar que la escritura radica en tener una facilidad para juguetear con las palabras y que por lo tanto siempre se escribe ex nihilo o como expresión terapéutica. Nada de eso. De ahí vienen muchos problemas, como es que la gente tenga alguna fe en el criterio de una señorita recién licenciada en psicología y no en el de un señor vetusto que ha pasado la vida entre Stendhal y Shakespeare, maestros ciertos del corazón humano que llevan, más bien, a no opinar. De la misma manera, la pátina estética de Waugh –el sauternes con fresas, digamos- se sobredimensiona precisamente por los que abominan del esteticismo. Pero en la libertad literaria también entra la tramoya esteticista, un truco tan válido como cualquier otro: hay quien lo toma por la sustancia, pero aun si fuese la sustancia, tampoco serían capaces de ver su fuste pues el arte literario tiene mucho de alusión y ambigüedad –es siempre un método indirecto. Leer, sí, es difícil, cosa que no suele pensar quien lee muy poco.

 

Por rara providencia, en estos últimos tiempos le he tenido que prestar más atención a Evelyn Waugh, con la traducción y la anotación y la edición de su vida de San Edmundo Campion y con la redacción de un artículo para el número de diciembre de Nueva Revista. En principio voy a hacer algún trabajo más sobre Waugh. Vamos teniendo, pues, un rapport muy personal, y cualquier día nos tomamos juntos un oporto y le llamo Evelyn. De alguna manera, lo que más me ha llamado la atención en Inglaterra es algo que la familia Waugh ejemplifica bien: la continuidad en la tradición lectora, la naturalidad con que allí se ha leído y se ha escrito, el doble aliento de la educación inglesa como respeto por la tradición y estímulo de la libertad individual, las raras formas en que lograban socializar personalidades tan desarrolladas. Eso es lo que ha hecho que los ingleses tiendan a tener caracteres acusados en muchas ocasiones, amplísimo contraste con una España de hoy en la que los comportamientos y aun las originalidades se mimetizan sin remedio y en que nada hay peor que salirse del hatillo, sea este el que sea, cuando el valor de la ortodoxia es que no sea una aquiescencia borreguil o un amparo de consuelo humano.

De vuelta al tema religioso, hace poco volví a Londres tras un abandono de largos años. Aproveché para entrar en iglesias anglicanas y católicas. Curiosamente, la capilla anglicana de Madrid –creo que en Castelló- la frecuenté un tiempo por razones que no vienen al caso pero que no tienen que ver con la fe. Es un rincón de cierto encanto pues el anglicanismo tiene encanto –algo entre Ruskin y las Torres de Barchester, y el cura que ofrece una copa de jerez. Pero me faltaba verlas allí: en dos ocasiones, entré y estaba ensayando el coro de la parroquia –coros de una cierta profesionalidad. Siempre me ha gustado asistir a estos ensayos así que me quedé a escucharlos un buen tiempo. La música en las iglesias tiende a sonar mejor; por otra parte, la música religiosa –Kyrie, eléison- tiene la virtud de decir algo. Por supuesto, las parroquias anglicanas han quedado ya para estos ejercicios, o para ser salones de té, o para que la párroca -¡la párroca!- dé una charla buenista, etcétera.

En las iglesias católicas –en Brompton o en St. Magnus, por ejemplo- no pude evitar, lamentablemente, que se me saltara el automático y uno casi se echa a llorar al ver los libros de difuntos, los lampadarios con velas de cera todavía, la gente que entra a rezar en la gran Babilonia, esos papelitos en que alguien escribe su intención, las lápidas de hombres buenos, ¡tanta fe! y, ante todo, ese otro papelito que resume siglos y siglos con la ‘Oración por Inglaterra’ en la que se pide que los perros herejes, quiero decir, que nuestros hermanos separados, vuelvan al rebaño. Todo fue muy ‘la fe de nuestros padres’. La emoción no tiene valor humano ni religioso y de aquí a poco hablaré en esta columna sobre emociones a propósito de música. Baste decir que nuestras emociones no son nuestros intereses ni nuestros gustos, generalmente no tienen la fuerza o la continuidad para llevarnos en una u otra dirección y, por último, tienen más que ver con nuestro reflejo –y la autosatisfacción consiguiente- en las cosas antes que con las mismas cosas, si bien el valor que atribuimos a las cosas es una corriente espiritual que a todos más o menos nos afecta y que es determinante para todo, de la decoración a los apegos. Otro asunto con las emociones, claro, es que al emocionarse uno se siente calentito y mejor persona y puede ir por las casas diciendo que es un hombre muy sensible, propenso a llorar cuando atardece o cuando escucha el piano de Chopin. Pero no hay que darles ninguna entidad y más bien presumimos que pueden hacer daño. Cualquier forma de vida espiritual o intelectual necesita del frío de la inteligencia.

Lo que sí tiene entidad, lo que tiene significación real, al margen de lo que nos haya tocado la carne del corazón, es la historia del desarraigo y el nuevo arraigo del catolicismo en Inglaterra: un catolicismo que tuvo que ser secreto y clandestino cuando no directamente mártir, y un catolicismo que volvió en el XIX y en el XX como un catolicismo de conversos, dejando una marejada ejemplar en términos de apología gozosa de la fe, de piedad y de intelectualidad. Ese catolicismo inglés ha estado de moda creciente en España en los últimos quince años, y es bueno que así sea, aunque a mi juicio olvidamos el catolicismo francés, generalmente más profético y poblado de personalidades que eran vendavales de elocuencia.

Por contraste, y lo digo más que nada por joder, el catolicismo español ha sido muy piadoso pero no ha hecho una contribución literaria o teológica de altura en el siglo XX. Seguimos en lo mismo: ‘id por Mirasierra y predicad el Evangelio’, el catolicismo como club, discursos autorreferenciales, el sentimiento ‘cozy’ de estar juntitos en nuestra atmósfera protectora, e incluso una cierta hybris del convencido profesional, etc.: nada inexplicable, desde luego, pues una fe también es un arraigo y los hombres somos indefectiblemente parroquiales. Aun así, alguien con vocación de mártir debiera escribir un ‘panfleto contra los católicos españoles’ a la manera de J. Greene, pues al final los católicos llevamos treinta años perdiendo todas las batallas en España, batallas no de fe sino de razón: también hay que decir que ninguna iglesia lo tendría fácil cuando en una generación se ha pasado del rosario en familia a los clubes de intercambio de parejas y de la sobriedad a la cocaína. Ahora estamos haciendo poco caso a la altísima invitación intelectual que han sido estos últimos pontificados, haciendo populismo a deshora porque nos hemos quedado sin pueblo, escribiendo el Cosmopolitan a lo divino, etc., aunque sea con toda la fe y la buena fe, en el amplio desconocimiento de que a posmodernos nos van a ganar siempre. Sorprende que se lea a María Vallejo-Nájera mientras casi se le da limosna al enorme Jiménez Lozano. Se trataba, ya que volvemos al grano de mostaza, de ofrecer un ideal de vida superior pero vemos que las iniciativas mejores pasan desapercibidas del modo más extraño. En todo caso, ya que nos empujan, hay que ponerse más arriba. Lo otro es no hacerle justicia al gran mensaje.

Sin más, adjunto una invitación a la lectura del san Edmundo Campion de Waugh, donde el gran novelista inglés del XX habla de uno de los hombres más eminentes del siglo XVI.

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‘Nunca han de faltar en Inglaterra hombres que busquen su propia salvación y la de los otros hombres, ni ha de incumplir con ellos su Iglesia en tanto haya sacerdotes y pastores para apacentar su rebaño…’ Durante años casi ilimitados fue fácil reducir estas palabras de San Edmundo Campion de su condición de profecía a la expresión vehemente de un deseo. A partir del siglo XVI, el desarraigo de la fe católica en Inglaterra fue un trabajo de tanta determinación que el rebrotar del catolicismo en suelo inglés seguramente sólo pueda explicarse en términos de milagro o por la connotada fertilidad de la sangre de los mártires. La marejada de persecución contra los católicos de Inglaterra combinó como en pocas ocasiones la sistematización en la crueldad del poder y el aliento de los peores instintos del pueblo.

De Enrique VIII a Isabel I, la universalidad católica se vio suplantada por el particularismo anglicano, por la iglesia nacional como receptora de las lealtades de los fieles. Se unieron la corona y la cruz. El esplendor de la lengua inglesa en el Libro de Oraciones o en la Biblia del rey Jaime nunca apartó del todo la apreciación católica de las parroquias anglicanas como templos desertados por la divinidad, tras la gran reversión de haber domesticado la palpitación sin fronteras de la Iglesia y haber proyectado un Dios a imagen y semejanza de los hombres. Erradicar el catolicismo conllevó desustanciar el mensaje cristiano. También conllevó la muerte –por lo general muy cruenta- de hombres como Edmundo Campion.

Pasarían generaciones de oración, generaciones de lágrimas hasta que el catolicismo se normalizara en Inglaterra y alcanzara en los siglos XIX y XX una floración de piedad e intelectualidad escasamente parangonable. He ahí que entre las aportaciones características del catolicismo inglés –en buena parte un catolicismo de conversos- quedan como lecciones la experiencia del gozo de la fe y la consecuente mezcla de desparpajo y seriedad en su apología: ciertamente, no faltan nombres insignes, del cardenal Newman al cardenal Wiseman, de Hopkins a Belloc, de Chesterton a Muggeridge o Evelyn Waugh. Ninguno de ellos olvidó la generosidad hasta el fin de los mártires ingleses; ninguno de ellos olvidó el sentido de deuda hacia sus santos.

En la primera década del siglo XXI, las estadísticas muestran que –cientos de años después- el catolicismo ha vuelto a ser la religión mayoritaria en Inglaterra. Al término de su juicio inicuo, San Edmundo Campion pudo aún entonar otra profecía, esta con afán retrospectivo de elegía: ‘condenándonos, estáis condenando a todos vuestros ancestros –a todos los viejos sacerdotes, obispos y reyes-, a todo lo que alguna vez fue la gloria de Inglaterra, la isla de los santos y la más devota criatura de la sede de Pedro’. El testimonio de los mártires y la continuidad –esforzada, solapada- de la fe católica no sólo se tornaron fruto cierto sino que vinieron a demostrar que el catolicismo en Inglaterra nunca perdió su carácter nacional.

Este reconocimiento patrimonial y ejemplar del papel de los mártires, junto al recién aludido carácter nacional del catolicismo en Inglaterra, fueron dos de las guías que inspiraron a Evelyn Waugh en la redacción de esta vida de Edmundo Campion. Por entonces -1935-, Waugh llevaba un lustro de converso y el que iba a ser reconocido como uno de los mayores novelistas ingleses del siglo era tan sólo un escritor joven y con una brillantez que aún iba a conocer mucho recorrido. La solidez de la novelística inglesa todavía nos lleva a presumir que prácticamente cualquier novela inglesa tendrá la factura perfecta de un soufflé: la eminencia de Waugh en esta tradición subraya un dato de excepción como es que rara vez estuvo la hagiografía en tan buenas manos. Para el propio Waugh, escribir la vida de San Edmundo Campion –como escribiría la de Ronald Knox- tuvo algo de grato deber del corazón, de gesto de satisfacción obligada. Entre otras cosas, Waugh habitó durante años un Londres testigo de martirios en la Torre o en Tyburn y testigo también de un renacer en ese oratorio de Brompton donde el catolicismo volvió a tener su casa.

Con frecuencia se ha caído en la consideración del catolicismo de Waugh como una voluntad de estilo, como una voluta esteticista, quizá como la manifestación de la querencia inglesa por la excentricidad. Siempre está presente Retorno a Brideshead, donde ciertamente se llega de la elegía a la belleza: con todo, la novela no busca sino reflejar la presencia de la gracia en cada destino humano, esa confesión de Julia Flyte según la cual ‘no puedo estar fuera del alcance de Su misericordia’. Y si esta vida de Edmundo Campion no bastara para confirmar la firmeza de propósito de la fe de Waugh, será bueno acudir a su copiosa correspondencia, a la prosa –aun expurgada- de sus diarios, donde encontraremos al polemista sin cansancio o simplemente al señor que por cuaresma deja el vino aun cuando esto le suponga un pesar cierto. Ha habido una complacencia en los defectos de Waugh, como si tomáramos la complejidad de su carácter por donde más fácil resulta de caricaturizar: Waugh sería así un gruñón, un cascarrabias, un maleducado, un misántropo, un esteta con trastornos de grandeza, un arribista social, un desplazado, un chismoso, un reaccionario; un hombre, en definitiva, al que sólo se le perdonaría en virtud de su genialidad.

Seguramente Waugh se merece esta parcialidad menos que nadie pues con él la literatura inglesa llega al cenit del carácter que la hizo posible y la perpetuó: la expresión literaria como contención, como economía, como pasión bajo control. Toda su brillantez estilística quedará perfectamente ajustada en su cauce narrativo, en tanto que la envergadura simbólica de su novelística demuestra que, en el siglo que comienza con el Ulises de Joyce, la narrativa sigue teniendo su razón en la vieja tradición que va de Cervantes a Balzac y se remansa en Dickens. Evelyn Waugh es otro ejemplo de escritor que sabe domar su propia genialidad, su capacidad para el alarde, en beneficio de una obra. Esa contención –decíamos- es la que ha hecho la novela inglesa. En la vida de San Edmundo Campion tenemos una lectura con toda la capacidad de narración y dramatización, el sentido de la escena y el realismo de uno de los grandes.

En cuanto a su carácter personal, no cabe olvidar que Waugh viene de un humus característicamente inglés de doble aliento: estímulo de la libertad individual junto a respeto por la tradición. El hecho de que Waugh no fuera un santo no habla de la debilidad del ideal sino –como siempre- de la debilidad del hombre que sigue ese ideal. Evelyn Waugh puso buena parte de su libertad artística al servicio de la fe, con la naturalidad radical de un planteamiento según el cual Dios era un ingrediente fundamental en la vida de los hombres y por tanto su tratamiento se volvía inexcusable. En la vida de San Edmundo Campion, Waugh filtra su fe y su pasión a través de su inteligencia literaria y, precisamente por esto, esa fe y esa pasión se quintaesencian y adquieren realce. Es la limpieza del dramatismo sin sentimentalismo, como una cortesía. Si la ortodoxia católica ha tenido en el siglo XX manifestaciones tan sólidas como diversas, del profetismo de Bernanos a la jovialidad de Chesterton, de la poesía de Jammes a la vocación visionaria de Péguy, quizá no sea en vano acudir a la conversa inglesa Muriel Spark para hallar las aportaciones del catolicismo a la narrativa: Spark confesaría que sólo logró escribir novelas tras su conversión al catolicismo porque sólo el catolicismo le dio la perspectiva suficiente para contemplar la vida humana como un todo. En esta sabiduría literaria militaría Waugh.

A la Biblioteca Homo Legens le cabe la honra no menor de haber coadyuvado al interés creciente que Evelyn Waugh suscita en España. En el último quinquenio se han editado, frecuentemente por primera vez, novelas, libros de viajes, literatura memorialística; desde luego, queda todavía mucho camino por recorrer pues Evelyn Waugh no deja de ser el centro y el aporte de unidad de una familia que –de Arthur Waugh a Alexander, pasando por Auberon- ha sido pródiga en prosistas de prestigio, en temperamentos literarios de excelencia que llevan publicados cerca de doscientos libros a lo largo de las generaciones y que vienen a ser unas páginas privilegiadas del alto estándar literario y vital del mundo inglés. Basta una ojeada a la correspondencia de cualquier Waugh para apreciar cómo el rigor expresivo y afectivo del lenguaje realza el tono humano hasta erigirse en un cierto modelo de civilización indiciario de una sana sociabilidad intelectual y de la transmisión de valores por el continuum inglés de la lectura. Las tradiciones nunca son en vano.

La lectura de vidas de santos ha tenido, en el seno de la Iglesia Católica, esa otra naturalidad de la ejemplaridad didáctica. También es una tradición. Dicho de otra manera, los fieles católicos han estado siempre muy cercanos y –pongámoslo así- muy pendientes de sus santos, modélicos siempre en su imitación de Jesucristo sin perder por ello su perfil individual, un canon de lo humano que se deja permear por lo divino. El estímulo hacia la virtud se consolida por ser la lectura una forma primera de credulidad de inmediato corregida y aumentada por el espíritu crítico del lector. La combinación clásica de provecho y deleite que ofrecen las vidas de santos merecerá, en este sentido, el gozo de una adhesión sin crítica: Edmundo Campion será ejemplar en su virtud sobrenatural y será también ejemplar en su virtud humana, imitable por tanto en la determinación de su voluntad igual que en su docilidad a las mociones de la gracia. Si todos los santos han experimentado la cruz de la contradicción, el caso del jesuita Campion –intelectual, sacerdote, héroe y mártir, según Waugh- alcanza ritmos singularmente tensos de emotividad en tanto que podemos ver la decantación de un destino de brillo mundano hacia la aceptación del anonadamiento en la entrega. La del jesuita Edmundo Campion es una historia fascinante: más aún cuando la cuenta Evelyn Waugh.

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