Ateísmo nuevo en las librerías

‘Dios no existe, el muy cabrón’, decía Jean-Paul Sartre, quien por lo menos no se contó entre aquellos que blasfeman cuanto ignoran. El ateísmo ha vuelto a las librerías desde hace un par de años: por lo general, el activista ateo está más atento a la noción de Dios que esas monjas inmóviles y orantes de la adoración perpetua. Es posible que la precariedad del debate intelectual español haya permanecido casi del todo ajena a la controversia europea y norteamericana sobre el ateísmo. Por más que la presencia de la religiosidad en España haya podido ser asfixiante para muchos, parece que aquí nos siguiera bastando con el anticlericalismo más espeso. Hay un dato ciertamente curioso en que cualquier cosa salvo el cristianismo sea receptora de alguna curiosidad intelectual. Esa presunción de superioridad intelectual y ética del ateo militante viene a justificar todo desprecio, de modo que hoy un seminarista puede reírse con Voltaire pero el activista ateo jamás otorgará una entidad intelectual a los trabajos de –por ejemplo- Benedicto XVI. Queda absolutamente descartado que la creencia de Dios haya impulsado al bien a alguien. En realidad, el ateo sabe por instinto resguardarse porque las personas tienen distintos temperamentos religiosos pero hay una fuerte tentación generalizada a creer en una Providencia.

Ni siquiera hay descrédito en que el ateísmo de hoy siga siendo como el de ayer. Quizá se han perdido adherencias antiburguesas –por ejemplo- y se ha perdido también una cierta asunción de tragedia y reto y anticonvencionalismo que cofundaba la aludida superioridad intelectual. Christopher Hitchens dice algo así como que el hecho de que el barco de la vida vaya a naufragar no implica que tengamos que viajar en tercera clase. Al margen de que el ateísmo no esté a la altura de su puritanismo antiguo, Hitchens tiene razón: estamos hechos de tal modo que la trama de una vida no necesita de una fe religiosa para ser vivida; pueden bastar nuestros afectos, nuestros intereses o la mera inercia de vivir. Nuestra predisposición a lo que entendemos como mal no implica que no tengamos disposiciones de bondad natural: estamos hechos para tenernos un grado de piedad y de estima en la misma medida que un grado de desconfianza. En cualquier caso, el abandono de la noción dramática de la vida implica su menor valoración y una mayor debilidad en su significado. Un ejemplo: se empieza pidiendo la eutanasia porque una vida es presuntamente indigna y luego habrá quien se vuele la cabeza a la muerte de su cantante favorito. Otro ejemplo: el cristianismo quiso la presencia de los niños deficientes en la sociedad en tanto que hoy nuestros gobiernos avanzados postulan su aborto.

En las obras de Hitchens, de Dennett, Grayling, Michel Onfray, Sam Harris y Richard Dawkins vuelve a rechazarse la fe como superstición. Quizá alguien debiera hacer examen de conciencia al vivir en una Europa tan ilustrada que vuelve a tener al papado como referencia moral e intelectual, por algo más que cuestiones de coherencia. En todo caso, conceptuar al hombre como animal meramente racional es tomar la parte por el todo: la vida está hecha de afectos, de fe, de suposiciones, intuiciones, simpatías, aprensiones, responsabilidades e inteligencia sentimental en mayor medida que de una racionalidad que –en efecto- sirve para hacer carreteras o instalar placas solares aunque también para escribir la Suma Teológica. Hay una falta de comprensión del hecho de la fe: Dios no es sólo la manera de cuadrarlo todo, la razón final para que tenga sentido una muerte cercana o la pérdida de las llaves del coche. Pensar en Dios como consuelo está lejos de la aventura dramática de un creyente que lucha por su mejora y que espera además castigo o premio. La trascendencia de nuestras acciones es una llamada a la responsabilidad y a la dignidad, no al abandono. La fe amplifica todas las cosas y no le pone una capa de almíbar a la vida. No es lo mismo ser optimista que ser esperanzado. Dos mil años de catolicismo, por ejemplo, han generado una riqueza de conocimiento humano muy compleja y muy real: sí, las monjas saben algo del amor y el sufrimiento, de la incertidumbre y de la espera, de nuestra capacidad para el bien y para el mal. Nada de esto arrasa su interioridad humana. Más bien implica que se la han tomado enormemente en serio.

No hace falta recurrir a los regímenes ateos para pensar que la fe nos humaniza: el chimpancé al que se nos quiere comparar no se plantea la creencia. En la nueva oleada de libros ateos existe la misma impotencia que en los viejos: uno puede detenerse varios meses en cierta página de teodicea kantiana pero lo que no es demostrable es el ateísmo e incluso la amplia expansividad del materialismo no ha borrado realidades y aspiraciones de otro orden por parte de los hombres. Con frecuencia, el ataque a la fe usa armas demasiado contemporáneas: ayer fue el estructuralismo, hoy la psicología evolutiva. Si hay un cerrilismo cierto en volar la suma de fe y razón, cualquier creyente agradece la poda de la fe hasta ser simplemente fe y no otra cosa. Con mayor seriedad, la genética demuestra que no estamos predeterminados y la neurociencia avala la oración. Sin exagerarla, quizá la religiosidad natural tenga su elocuencia, igual que tenemos piernas para desplazarnos.

Por lo demás, la literatura puede nutrirse de obsesiones pero las obsesiones no son lo mismo que el rigor intelectual: parece mentira que tantos ateos no se hayan enmendado en este punto, que caigan tan fácil en el chiste comecuras o en las tablas de nuevos mandamientos. Al final, siempre está quien condena con ira a la ‘iglesia católica, apostólica y románica’, como dijo un famoso en un restaurante, cuando no llegan a decir cosas como ‘soy diagnóstico’, según afirmaba un chico de mi clase. Los ejemplos son malos pero a los ateos suele faltarles, en todo caso, cultura religiosa. En otro orden de cosas, cuesta pensar que el hombre religioso de hoy esté conociendo una primavera profética como para insistir más en el laicismo: un cristiano hoy necesita más explicación y causa mayor desconfianza, un no creyente es aceptado en todas partes, el creyente no en todas. Es incluso llamativo de un tiempo que nos insta tanto a la felicidad que el mayor índice de felicidad de los creyentes tampoco diga nada a nadie. La silicona y la viagra, las benzodiacepinas y el jamón de bellota, la felicidad hedónica y la química, en cambio, no son alienación. Este es un fuerte contraste con una ortodoxia católica –por ejemplo- tan flexible para admitir en su seno las cervezas de Chesterton, las invectivas de Mauriac, la prosa sin repaso de Santa Teresa o las filacterias ocultas de nuestro sombrío Pascal, por citar sólo a escritores. Por pereza intelectual hay quien se pierde muchas realidades. Tantos siglos y es la iglesia católica la más temida. No es temida sin razón: aún alardea de tener el esplendor de la verdad.

Seguramente el creyente pueda no tener nada que aprender de los intelectuales que se dedicaban a la filosofía del lenguaje mientras Europa era arrasada por las bombas. El hontanar magnífico del pensamiento filosófico-religioso del siglo XX no está en las páginas de Babelia, tomadas por el academicismo de la transgresión y sus pompas jabonosas. Baste pensar que el siglo XX incidió en la reflexión sobre el bien y el mal después de tanto mal: es una literatura mucho más religiosa que la del siglo XIX. La insistencia de los crímenes de la religión –pienso en Saramago- es un error de argumento: matar en nombre de Dios habla de la libertad humana para matar por cualquier cosa; en este sentido no es tan distinto que matar por el Atlético de Madrid. Por supuesto, no es dejarse llevar por el orgullo rechazar lecciones de moral –de moral sin compromiso- de un comunista. Por contraste, el hombre que se arrodilla ya sabe un par de cosas más que un ateísmo con tendencia irresistible a convertirse en una heroicidad del narcisismo. Nuestro temblor de piernas en pos de unos ideales tan sólo habla de nuestro temblor de piernas.

No será el Estado quien nos dé resguardo ante los nuevos debates éticos. La desaparición de la religión del debate público no sólo habla de falta de ambiciones intelectuales o de anemia de mejora espiritual sino que es una cortapisa a la libertad humana que la religión integra. Esto puede incluso afirmarse al margen de que la existencia o la inexistencia de Dios suela tener un efecto real en nuestras vidas. Como paso primero, la aspiración de libertad eclesial no debe entibiarnos a la hora de denunciar los abusos intelectuales de un laicismo que aparta un Belén, un crucifijo o una Biblia y parece bastante ajeno a saber que también aparta a un niño, a un muerto, a un libro, tantas cosas más propias de los bárbaros. Ese ‘pequeño número de los que creen’ transmite ahora no sólo los valores de Jerusalén sino también los de Atenas y de Roma.

 
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