Caricaturas especulares

El embrollo causado por las viñetas que publicó en septiembre el Jyllands Posten ha supuesto más que cualquier otra cosa, tras la reacción desaforada del islamismo, una apertura en canal, una inducida revisión a fondo, un cuestionamiento reflejo del meollo de valores que constituyen esta civilización nuestra. Y, como ocurre casi siempre que nos hallamos en un trance de estas características, el panorama que se dibuja tras el escrutinio de ciertos posicionamientos induce a la intranquilidad. Estamos divididos. Peor aún, estamos aturdidos. Y, lo que es más grave, estamos cohibidos. De las caricaturas en sí cabe decir poco: la mofa de cualquier creencia religiosa a través de sus profetas o de sus símbolos es una burda falta de respeto a sus seguidores. Quienes nos indignamos cuando el payaso de Carod se puso la corona de espinas en la cabeza seríamos muy cínicos si no entendiéramos la indignación de los musulmanes al ver a Mahoma tocado por una mecha encendida. Ahora bien, mutatis mutandis, a nadie se le ocurrió dictar contra el mamarracho irreverente ningún edicto de persecución, ni quemar sedes de Esquerra, ni reducir a ceniza señeras esteladas. La diferencia, desde luego, no es de matiz. La sobrevenida importancia de esos dibujos desafortunados no reside principalmente en la ofensa que entrañan, sino en la sobrerreacción doble a la que han dado lugar: un exceso de celo rigorista tintado de odio por parte del islamismo, y una mortificación exasperante, pasada de rosca, por parte de la sociedad occidental. Hay quien recalca que los participantes en los disturbios constituyen una fracción mínima del total de fieles musulmanes. Es lo de menos. Con que uno solo hubiese encendido el mechero, nuestros dirigentes, cancillerías y medios de comunicación se habrían aprestado a alimentar la voraz llamarada de nuestro complejo de culpa. La condena moral de un hecho censurable no implica el ejercicio fáctico de la censura. Y en el ámbito de la libertad de expresión tienen muy difícil encaje las limitaciones que subyacen a la denominada «libertad de ofender». ¿Dónde se halla el linde de la ofensa, más allá del cual se incurre en un comportamiento punible? En aquel acto tipificado como delito. Nada más. Y su persecución ha de realizarse por la vía legal, sin coacciones incendiarias. Una civilización que duda, que vacila, que no tiene claro algo tan básico, es una caricatura de civilización. Y que justamente lo ponga de relieve una caricatura, pues también tiene su gracia.

 
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