La Casa Real, la ejemplaridad y la ley

A los españoles, como a los occidentales en general, nos encanta vivir en un país libre. Pero esa libertad requiere que todos respetemos algunas reglas. Y para formular esas reglas y hacer que se cumplan es necesario darle poder a algunas instituciones. Pero eso hay que hacerlo con exquisito cuidado, para no terminar perdiendo -a manos de quienes detentan esos poderes- la libertad que queríamos proteger. El equilibrio no es fácil. Pocos de los casi 200 países miembros de Naciones Unidas pueden presumir de haberlo alcanzado. Y a los que lo tienen, les ha costado muchos siglos de trabajo.

Con el paso del tiempo hemos aprendido que la clave del sistema está en el equilibrio o separación de los poderes. El gobierno, que representa a la mayoría, puede hacerlo casi todo y formular y aplicar las reglas (leyes) que deben garantizar la libertad. Pero su poder no es ilimitado. Tiene que enfrentarse a los ataques de la oposición en el parlamento y las últimas decisiones sobre la aplicación de las leyes están en manos de los jueces. Además, los tribunales constitucionales velan por los derechos de las minorías impidiendo que los gobiernos aprueben leyes contrarias a los derechos fundamentales o a los acuerdos básicos de convivencia. Y en los estados políticamente descentralizados como España la oposición puede también controlar y limitar el poder del gobierno desde sus posiciones de mando en las administraciones territoriales con capacidad normativa propia (entre nosotros, la Comunidades Autónomas) La garantía final del sistema descansa en la libertad de expresión e información, que permite a los ciudadanos conocer -al amplificar la prensa el eco de esos controles y añadir los suyos propios- los errores de sus gobernantes y exigirles responsabilidades por ellos apartándoles del poder en las siguientes elecciones.

El problema de este equilibrio es que se basa en una lucha constante y en el sometimiento de todos los políticos y de todas las ideas a una crítica abierta, libre y -con frecuencia- feroz. Y todos nos cansamos a veces de eso que llamamos crispación, y podemos sentir el anhelo de dejar de discutir, especialmente en épocas de crisis. Justo entonces es cuando puede aparecer alguien que promete serenar las aguas y unir a todos esos ciudadanos enfrentados artificialmente por la política para que puedan emprender cosas grandes juntos. Así suelen aparecer las dictaduras.

Por eso, en las democracias es importante que haya símbolos comunes que estén fuera de la discusión y de la crítica. Para que todos recordemos, en medio del fragor de la pelea constante que garantiza nuestra libertad, que formamos parte de algo común que vale la pena conservar. Y esos símbolos pueden ser convenciones con algún sentido histórico (como un himno o una bandera) o pueden ser más inmateriales (como unos valores, un idioma, o un lugar) Y también, según la tradición o la historia de un país, ese valor simbólico puede ser encarnado por una persona y sus descendientes. Así lo decidimos en España en 1978. Pero los símbolos sólo son útiles si reflejan lo que simbolizan. Una bandera sucia o un himno desafinado no pueden recordar la grandeza de un país o sus ideales. Por eso hacemos a los Reyes inviolables e irresponsables. Y por eso decidimos en su día no hacer obligatorio que rindiera cuenta detallada de sus gastos. Si nos ponemos a discutir cuánto cuestan las cortinas de la Zarzuela, la Corona dejará de servirnos porque será imposible mantenerla brillante e inmaculada, como ha de estar una bandera. Por otra parte, ese control no es necesario desde el punto de vista de la libertad porque no le hemos dado al Rey ningún poder.

Y por eso, toda la responsabilidad de que los ciudadanos -que también somos contribuyentes- no sintamos la necesidad de examinar las cuentas reales recae en el propio Rey y en su familia. Ellos, más que nadie, están obligados no sólo a ser buenos sino sobre todo a parecerlo. Tienen que ser exquisitamente ejemplares sin necesidad de ser controlados. Por eso me parece muy razonable el comentario del Jefe de la Casa Real sobre la conducta del Duque de Palma y la decisión de apartarle de la agenda. Y por eso no entiendo el comentario de su abogado. La ejemplaridad es algo muy distinto de la responsabilidad penal. Se puede ser muy poco ejemplar sin haber cometido ningún delito. La misión del Rey y de su Casa es mantenerse como un símbolo que no sea necesario lanzar a la violenta arena de la lucha de poderes y de la crítica pública que nos sirve para controlar el ejercicio del poder. La Casa Real ha anunciado también que publicará sus cuentas cada año. Lo entiendo, y supongo que no quedaba más remedio. Pero es una lástima. Y un riesgo.

 
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