Celebre esta Navidad (como si fuera la última)

La Navidad llega porque tiene que llegar. Se oponga quien se oponga. Como es cierto que cada vez resulta más complicado tirar una piedra sobre España sin abrirle la cabeza a algún sectario, cada vez resulta también más difícil disfrutar con las cosas de siempre sin que alguno de esos profesionales del odio te estropee la fiesta. En un ambiente de total oposición a todo lo que suene a cristianismo, la familia, como “célula de la sociedad” y como concepción tradicional de nuestras vidas, ha recibido durante el 2006 todo tipo de salvajes embestidas. Y como la Navidad, además de ser una fiesta íntegramente cristiana, es una celebración familiar, los nuevos Sectarios Sin Fronteras afilan sus cuchillos con doble intensidad para tratar inútilmente de frenar el sentimiento navideño, la tradición y la celebración natural de una sociedad levantada sobre los cimientos del cristianismo. Para tratar de lograr su objetivo están dispuestos a dinamitar belenes, quemar guirnaldas o secuestrar las voces de los coros que entonan villancicos. Creo que han aprovechado la cena de Navidad de su ONG para organizar sus fechorías y sus rencorosas acciones. Porque son así de incongruentes.

Me lo explicaba el otro día un rostro conocido de la música española. Tal vez la parte consumista y pagana de la Navidad nos recuerde nuestras diferencias, porque la pobreza y la riqueza viajan en vagones muy lejanos. Sin embargo, todas las demás cosas que envuelven las celebraciones navideñas nos recuerdan, precisamente, que somos iguales. Porque también nuestros ídolos musicales, nuestras estrellas de la televisión, del cine o del fútbol se reúnen esos días en casa, en torno al mismo fuego, para festejar la Navidad. Exactamente igual que nosotros. Porque esos días, lo importante no somos los hombres. Lo importante en Navidad -además, claro está, del sentimiento religioso- es la excepcional predisposición del hombre a sacar lo mejor que lleva dentro, para alejarse de sí mismo y practicar sanas virtudes que, quizá, durante el resto del año mueren en el olvido. Esa es la razón por la que los corazones se vuelven más vulnerables esos días y la sencillez o la caridad se dejan ver hasta en las personas más egoístas. No es una actitud que pueda aislarse de la tradición cristiana.

La Navidad cristiana reconoce en el nacimiento de Jesús la infinita generosidad de Dios, que se hace hombre para salvar a la humanidad. Por eso hasta en los hombres que viven más alejados de la fe, el sentimiento navideño provoca una leve inclinación a hacer el bien y a hacer algo por los demás. Así ha sido toda la vida que hemos conocido. Un ejercicio que sólo reporta satisfacción, un espíritu necesario del que nadie debe privarnos, por muy cristiano que sea su origen y razón de ser. Perseguir algo bueno, por oposición a su origen, es la definición del sectarismo.

Me gustan todas aquellas cosas buenas que nos hacen iguales a todos. Que nos recuerdan que somos bastante más pequeños de lo que creemos. Que no estamos solos. Lo he escrito muchas veces pero no me importa volver a citarlo: lo explica de maravilla el fallecido Enrique Urquijo al terminar “Ojos de gata” cuando dice aquello de “pero cómo explicar / que me vuelvo vulgar / al bajarme de cada escenario”. Y a veces no lo creemos pero es así. La Navidad es una fiesta en la que todos nos bajamos de nuestro particular escenario y nos subimos a uno colectivo, con nuestra gente, con el corazón sereno, inundados de recuerdos, con la sana obsesión por regalar algo que haga feliz a quien tenemos al lado durante todo el año y tan poca atención prestamos. Es una fiesta cristiana, sí, pero la celebramos todos. La Navidad es demasiado grande como para que los Sectarios Sin Fronteras consigan estropearla con su persecución cavernícola a todo lo que huela a cristianismo.

Resulta ridículo prohibir los festejos y motivos navideños en un colegio y después reunirse con la familia para celebrar la Nochebuena. Es la contradicción elevada al cubo, el sectarismo extremista que se vuelve contra su sombra, el acomplejamiento enfermizo y el suicidio del sentimiento propio. Mientras estos pocos desgraciados se convierten en tristes payasos agoreros, las familias, que siguen vivas, se reúnen para celebrar la Navidad. Ellos se quedan como el niño egoísta de todos los cuentos de Navidad, el incrédulo, la oveja negra que termina cayendo en el ridículo ante la mirada y los brindis del resto de la humanidad.

Este año, como todos los anteriores, todos se reunirán y brindarán: en sus casas, agrupados en hogares de acogida, con los compañeros de trabajo en el hospital, con otros voluntarios y nuestros mayores en los asilos, en las grandes empresas, encorbatados, a media tarde del día 24, y tras la noche de Reyes. Esta Navidad volverán a juntarse, ajenos a los asesinos de la tradición, que siendo incapaces de destruirla, se destruyen a sí mismos.

La Navidad nos hace iguales. Nos vuelve niños. Y está por encima de nosotros. Me lo dijeron este año otra vez, y así se lo cuento. Porque no conviene vivir sin recordar quienes somos y de dónde venimos.

Un día soñé o leí en alguna parte que cada 24 de diciembre todos debemos atravesar una puerta para acceder a un maravilloso salón de fiestas. Pero para que se abra esa puerta y podamos pasar hay que depositar, en un gran foso de lodo, un saco cerrado con todos nuestros rencores y odios. Después, el día 7 de enero, todos salimos de nuevo por esa puerta y ya es decisión de cada uno recoger su saco o dejarlo en el foso. Puede parecer un estúpido cuento de niños, pero hay cosas que no se pueden explicar mejor.

Así que no hagan caso a los sectarios. Disfruten y celebren por todo lo alto esta Navidad como si fuera la última, sea cual sea su concepción de la vida, porque pocas fiestas nos hacen recuperar tanto la fe en que la bondad existe. Y, si pueden, al salir, dejen el saco en el foso.

 
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