Chatarra

La Comisión Europea está planteándose la posibilidad de no emitir más monedas de uno y dos céntimos de euro: valen menos de lo que cuesta producirlas y sirven para muy poco. Al conocer la noticia, me ha venido a la memoria la frase que solían decir mis abuelos cuando, de pequeño, les pedía la paga y ellos hurgaban en sus monederos de piel, esos monederos más o menos semicirculares que se pliegan sobre sí mismos, tan de señor de toda la vida, y que cada vez son más difíciles de encontrar: lo digo por experiencia propia.

Aquella frase, emitida con tono de disgusto porque el haber monedado del bolsillo suponía mucho ruido y pocas nueces para el nieto, era: «Bah, no tengo más que chatarra». Hace muchos años que no oigo emplear la palabra chatarra con ese significado, quizá tantos como han transcurrido desde que mis abuelos no están. Por curiosidad, he consultado el DRAE y sí, la cuarta acepción especifica: «Conjunto de monedas metálicas de poco valor». Castellano antañón. Ellos, que no llegaron a conocer la divisa común europea, se referían a la abundancia estéril en la faltriquera de monedas de a peseta, pero el término sirve igual para las denominaciones más pequeñas del euro, esas que peligran por ser casi inservibles. Chatarra.

Una moneda ingresa en la categoría de chatarra si cae al suelo y, en rápida evaluación de coste y beneficio, uno decide que no merece la pena agacharse a recogerla. Las de uno y dos céntimos se han visto arrastradas a la marginalidad en parte porque las máquinas se reservan un derecho de admisión muy estricto: las expendedoras, las cabinas de teléfono (supongo), las fotocopiadoras, los parquímetros las escupen como con desprecio por la ranura inferior tan pronto se las introduce por la ranura superior. Así, no queda más remedio que deshacerse de ellas en la tienda o en el bar, con el riesgo, en este último caso, de ser considerado un mezquino de aúpa por pagar de forma tan contante, tan sonante, tan aritméticamente escrupulosa que parece querer asfixiarse una remota posibilidad de propina. El efecto es completo cuando el camarero suelta con socarronería: «Hemos roto la hucha, ¿no?».

Si se elimina la continuidad fraccionaria, cabe el temor al redondeo. En Finlandia y los Países Bajos los precios no se dispersan, van de cinco en cinco céntimos, pero aplicaron la norma siguiendo un ten con ten, y la solución no resultó inflacionaria: si la cifra acababa en 1, 2, 6 y 7, tiraron a la baja; si en 3, 4, 8 y 9, al alza. Se parece a lo que llevamos haciendo desde siempre los profesores cuando ponemos las notas de evaluación, que no permiten desflecarse en decimales. Creo que es razonable. Y concluyo con una anécdota personal. El billete de autobús entre Burgos y Villasana de Mena me cuesta 9,19 euros. El céntimo del cambio lo cojo, porque no hay motivo para donárselo a la empresa, pero acaba sedimentando en el monedero con sus congéneres de valor, que se multiplican —y adquieren molestos peso y volumen— por la imposibilidad de darles salida. En la práctica, es tan inútil como llevar en el bolsillo un puñado de chapas oxidadas. O sea, mejor que cobren 9,20. Un solo céntimo me parece hasta barato para evitar el fastidio de la chatarrería andante.

 
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