Chocolatinas de curso legal

Del invento, a veces, interesa tanto su utilidad como el proceso de reflexión que condujo a él, a su «hallazgo», según el étimo latino. Es el caso del cajero automático, cuyo creador, el escocés John Shepherd-Barron, ha fallecido hace unos días. Las notas necrológicas recuerdan que hubo en la gestación de la idea dos componentes esenciales: el deseo de obtener dinero a cualquier hora y en cualquier parte del mundo, y la intuición de que podría lograrse con una máquina dispensadora similar a la de las chocolatinas. La iluminación definitiva le vino a Shepherd-Barron en el baño. Los factores concurrentes equivalen a un compendio sobre la naturaleza humana.

Si algo nos caracteriza es el ansia de satisfacer cada vez más necesidades, aun a costa, incluso, de crearlas. Puede que hasta entonces nadie hubiera sentido apremio por sacar del banco parte de su líquido fuera del horario comercial, pero lo cierto es que, creado el artefacto y andando el tiempo, hoy ni se concibe un mundo sin cajeros automáticos. Y al tratarse de dinero, hay que tener en cuenta el efecto multiplicador para satisfacer, a su vez, otras necesidades. Se dan por incluidas aquí las de las entidades financieras, que por su parte van minando el saldo disponible de cada titular mediante comisiones. Desde cualquier punto de vista, el cajero favoreció la comodidad, pero no el ahorro.

La cosa es que Shepherd-Barron operó por analogía, lo que también nos define como especie pensante, y se le ocurrió que si una máquina podía expender chocolatinas a pie de calle, serviría lo mismo para ofrecer libras esterlinas, claro que con un sistema de seguridad algo más refinado. Se deriva de aquí indirectamente un cierto estímulo a la prodigalidad, pues los billetes no son un capricho, no son un Twix a media mañana. La propuesta de Shepherd-Barron fue aceptada por Barclays, que situó en una de sus oficinas el primer cajero –y así lo recuerda una placa–, el 27 de junio de 1967. Como aún no se habían inventado las tarjetas con banda magnética, funcionaba introduciendo un talón recubierto de carbono 14, un elemento que suele remitirnos a la paleontología. En este caso también.

Como elemento culminante de los rasgos de la especie –satisfacción de necesidades, operación por analogía–, recordemos que el invento cristalizó mientras Shepherd-Barron se hallaba en el baño («while he was in the bath», informa la BBC). No sabemos haciendo qué exactamente, pero de todas formas el momento de relajo, silencio y soledad de cualquiera de las actividades que allí se realizan propició esa introspección que de tarde en tarde da lugar a los mejores descubrimientos. Arquímedes gritó su «Eureka» al derramar el agua de la tinaja dispuesta para una ablución que en principio iba a ser anodina.

 
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