Cirujano Rodríguez

Suele considerarse que la llamada «judicialización» de la política es una tara del sistema, aunque a menudo el recurso a esta expresión de denuncia no indique otra cosa que temor a la efectividad del Estado de derecho, como ocurrió en los amenes del felipismo. Otra tara, esta vez extendida desde las filas del propio Gobierno y de sus colaboradores, es la nueva –tan vieja a la vez– «medicalización» de la democracia. Después del «cordón sanitario» que propuso Luppi para aislar a la derecha, los socialistas hicieron público el miércoles un comunicado en que anunciaban su renuncia a tener en cuenta todas aquellas propuestas del Partido Popular que desemboquen en «debates estériles y desmoralizadores». No vayamos a caer en la neurastenia colectiva. Si con la memoria histórica la gestión gubernamental olía a naftalina, con la política antiterrorista comienza a apestar a cloroformo.

Empleando esos sutiles términos propios de un trasnochado vademécum, se insinúa que lo saludable y lo fecundo está del lado del presidente y su diálogo, mientras que lo yermo y lo enfermizo se extiende por los páramos de la oposición. Según esa lógica, no hay dolencia más grave que el rechazo a un futuro sin paz, como han llegado a detectarle al Partido Popular los socialistas y sus aliados. Pero es que ese diagnóstico es delirante. El partido con más muertos por atentados terroristas, el más amenazado, el más odiado por los asesinos, no puede querer otra cosa que la paz. Ahora bien, no de cualquier manera, no renunciando a todo lo que se logró cuando se aplicaba la ley con rigor, no a cambio de cometer indignidades en cadena ni, por supuesto, con la contrapartida de una negociación política.

Hete aquí, pues, a este aprendiz de doctor Negrín, a este Rodríguez arbitrista de la pacificación, a este cirujanillo de hierro con balsámica sonrisa, a este creador o inductor de lazaretos semánticos, que se ha puesto la bata blanca, ha encendido los potentes focos del quirófano y, con la asistencia a la operación de sus socios parlamentarios, se ha calzado los guantes de goma y ha tomado el bisturí para eliminar del cuerpo a unos diez millones de ciudadanos como si fueran un enorme absceso del tamaño de una cabeza. Lo que ha de pararse a considerar este aprendiz de doctor Negrín, este Rodríguez arbitrista de la pacificación, este cirujanillo de hierro con balsámica sonrisa, este creador o inductor de lazaretos semánticos, es si ese enorme bulto que él ve como un absceso del tamaño de una cabeza no será, en realidad, la propia cabeza.

 
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