Clases de sexo

Lo llaman educación sexual porque no se atreven a decir la verdad. Si al menos fueran honrados, hablarían de clases de sexo, si es que puede calificarse de esa manera encerrar en un aula a veinte niños y niñas de 9 años, frente a una señora con un pene de plástico, un condón, y una colección de vídeos pornográficos. Que ya debe ser triste para esta mujer tener que ganarse la vida así y creer, aún encima, que realiza una gran labor social.

Les enfada que sus webs destinadas a la perversión de menores, pagadas con fondos de sus ministerios, salgan a la luz y caigan en manos de los padres y de las familias, porque temen que se espanten, se escandalicen, les califiquen como verdaderamente merecen, y, en último caso, les agradezcan en las urnas su generosa contribución al equilibrio psicológico de sus niños menores de edad.

Lo hacen obligatorio, porque es la única forma de que los escolares acudan en masa a estos talleres. Ocurre en España, en Suecia –donde empezó toda esta basura-, en Alemania y en muchos otros países inyectados con el virus del nuevo progresismo, que contiene todas las bobadas del viejo, pero incorpora estas perlitas de carácter erótico-festivo, que no lo hacen más interesante, pero sí más extravagante. Gracias a gobiernos como el de Angela Merkel en Alemania, entiendo al fin lo que significa ser “conservador” en Europa: aquel que conserva lo peor de la derecha y lo peor de la izquierda. Y nada mejor que la manipulación sexual en las aulas para ilustrar esta nueva definición del conservadurismo europeo.

Escribo todo esto hoy pensando en Irine Wiens, que es madre de doce hijos y está en la cárcel desde hace unos días. Tal y como cuenta Rosa Cuervas-Mons en el semanario Alba, no pudo pagar los 200.000 euros de multa que le impuso la justicia alemana. Los niños estudian en el colegio católico Liborius. Pero eso, casi, es lo de menos. El Gobierno alemán impone a todos los colegios unas clases de sexo, teóricas y prácticas, para niños de 9 a 16 años. Para conocer el contenido de esta materia, varios padres del colegio Liborius acudieron a estas clases y, horrorizados, decidieron que sus hijos no tenían por qué soportar semejantes enseñanzas. Enseñanzas que consistían en unas charlas de promoción sexual con “contenidos prácticos”, y en el visionado obligatorio de una obra de teatro con diversas escenas de sexo explícito.

Cuando Wiens retiró a sus hijos de estas clases, la justicia alemana le notificó la multa correspondiente: 200.000 euros. Con doce hijos y limitados recursos, no pudo hacer frente a semejante atraco. Así que, impotente, escuchó la amenaza definitiva del estado opresor: o tus niños van a clase de sexo o tú te vas a la cárcel. Lo mismo había ocurrido meses atrás con otros padres que también terminaron en prisión. Ahí, en la amenaza sutil y casi paternal, es cuando el estado y la legislación progresista –con careta conservadora o sin ella- muestran su verdadero carácter, su esplendor, cuando se sienten en su salsa. Pero el entramado burocrático alemán no se topó con un trocito de plastilina moldeable a su capricho, sino con una madre. Como tal, Wiens convencida de que lo primero son sus hijos, eligió la cárcel.

Ahora su hija pequeña llora cada noche preguntando por mamá y papá le dice que no se preocupe, que mamá volverá dentro de 43 días, cuando termine la condena impuesta  por los impresentables del Gobierno de Merkel. Una condena que la obliga a compartir chirona, con estafadores, violadores, terroristas y pedófilos. Papá le cuenta todo esto a la niña, con el estómago revuelto y la náusea en la garganta. No es para menos. Comparto la náusea. Además, bien pensado, después de tener doce hijos, tal vez sea la señora Wiens quién debería dar las clases de educación sexual a esos conservadores tan progres del gobierno alemán.

 
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