Cocciones del idioma

El presente es un estado pasajero que a la vez que transcurre deposita un espeso sedimento de vanidad retroactiva en las conciencias. Desde el hoy altanero mueve a risa la tosquedad de modas, locomociones, remedios salutíferos de los muchos ayeres sucesivos, y lo mismo del idioma si es el propio. El propio ha de ser, pues hay códigos opacos que se prestan más a la veneración de lo arcano que a la suficiencia, como las misteriosas inscripciones tartesias o las iberas, que se resisten a la luz de la epigrafía. Y luego hay otros códigos translúcidos cuyos significados podemos conocer, pero vienen envueltos en rebozos gramaticales que no son los maternos, lo cual dificulta comparaciones ventajosas: desaparecida por completo la estirpe de la Loba, hay que ser muy catedrático de latín para sonreírse con los arcaísmos de un Ennio mientras se tiene in mente la limpidez clásica de una catilinaria de Cicerón.

Ya que el lenguaje articulado amolda el pensamiento, tendemos a pensar de forma temeraria que la capacidad mental corre parejas con la diacronía de las lenguas. Entonces, por concretar de algún modo, ¿nuestros ancestros medievales sufrían una suerte de infantilismo? Tengo delante el Poema de Fernán González, escrito a mediados del siglo XIII, se cree que por un monje de San Pedro de Arlanza. Afirma en sus cuadernas que, de todas las tierras, España es la más deleitosa y, dentro de esta, Castilla, y en concreto –como burgalés, me permito un humilde chovinismo terruñero–, especifica el autor: «Aún Castiella Vieja, al mi entendimiento, / mejor es que lo al, por que fue el çimiento / ca conquirieron mucho, maguer poco conviento, / bien lo podedes ver en el acabamiento». Da lo mismo que se recuerde con gran circunspección cómo en ese momento, durante los reinados de Fernando III y Alfonso X, el castellano estaba adquiriendo su dignidad plena. Un adolescente de ahora –quizá el sujeto óptimo para calibrar distancias, por su grado de aculturación tendente a cero– dirá «¡qué rallante!», y se acabó.

Esto nos lleva a otra cuestión, esta vez con proyecciones hacia el futuro. Cualquier hablante de español que tenga siquiera una formación mediana leerá con la inevitable vanidad retroactiva a que aludíamos arriba –aunque sea inconsciente– los tetrástrofos del monje arlantino. Y acaso considere que la altura de los tiempos, porque hablamos distinto, con menos pedernal en la glotis, nos ha hecho mejores, más perspicaces, con más capacidad de intelección. Que vuelva entonces su mirada hacia ese adolescente que «se ralla», que retorna a las vacilaciones ortográficas, a las sencilleces de la parataxis, a la oralidad como medio esencial de transmitir informaciones, conocimientos. Creíamos intuitivamente que nuestro idioma era de progresión lineal, algo así como el proceso de elaboración de una hogaza, apenas masa cruda en el Medievo, a medio dorar aún en los Siglos de Oro, crujiente y en su punto al ingresar en la Edad Contemporánea. Vemos que una lengua admite diversas cocciones, y no debe descartarse el posible retorno del pan hacia el agua, la harina y el fermento.  

 
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