Comedia de verano en casa Gallardón

Epitalamios, danzas rituales, bendiciones solemnes, ceremonias del fuego: se ha perdido mucha hondura desde que el matrimonio no es un compromiso ante Dios y los astros y los hombres sino la prosa sin grandeza del Código Civil, una ventaja fiscal para la hipoteca o el expediente volandero que dormirá en los legajos de la administración de Justicia para siempre. Comparen esto a la poesía cósmica del Cantar de los Cantares, al libro de Tobías donde dice: "Señor, no sólo me caso con mi prima por satisfacer mi pasión..." Contra lo que se argumenta, el matrimonio gay abrirá un resquicio para la poligamia únicamente después de que uno pueda casarse con su pastor alemán o con su cocker. Quizá en Holanda estén ya tramando algo. En Madrid, de momento, hace falta ser homosexual y militante del partido de derechas para que a uno le case el alcalde y pueda después darse picos desde el granito hecho escándalo de la Plaza Mayor. Por poco el rey Felipe no se baja del caballo. Estas ceremonias sin Dios son todas tristes, como si ya anticiparan la amargura tras la fiesta, el champán caliente y sin burbujas en la copa, los ceniceros malolientes de ceniza. Antes se casaba uno para toda la vida: uno, con una, para siempre. Lo explicaba el catecismo, mucho más fiable que el clasicismo hippy de Jalil Gibran, moralista de saldo que influyó en Rodríguez Zapatero sin que lo haya leído Rodríguez Zapatero. Las montañas se comunican por las cumbres y los necios, al final, todos se encuentran.   Con sus chaqués de alquiler, con su fisonomía de frenopático, los dos homosexuales del PP deberían haber continuado su romance por el camino natural, en cualquier sauna. Frente a esta comedia de verano queda la hondura antropológica de la heterosexualidad, la colisión de la sangre, el ayuntamiento de mordiscos que -de tanto poder- engendra una vida. No es exactamente igual que la berrea pero es una ansiedad natural, biológica, a la que prestamos alguna atención hasta que uno encuentra a la mujer con la que quiere desayunar por el plazo de las mañanas que le queden. Y ahí está la música de las esferas, la calma de envejecer, la descendencia como "las estrellas del cielo y las arenas de la playa", ese concepto tan reaccionario de familia que implica que tener un hijo no es lo mismo que tener –precisamente- un cocker. Laura y Silvia y Beatrice, el Dante y Petrarca, la amada-enemiga, la Sagrada Familia y el santuario del amor, la mujer que pasa ante Charles Baudelaire o ante cualquiera, la Finzi-Contini: tampoco esto es lo mismo que el tipo que se disfraza de camionero a fin de desahogar su tosquedad en las miasmas sifilíticas de Chueca. Por eso los hombres ven una mujer y actúan como pavos reales y por eso las mujeres huyen al principio y tienen sus melindres, al igual que las terneras primerizas. Lo he visto -lo de las terneras- muchas veces, con el pensamiento consecuente de que el amor es algo a la vez muy divino y muy pecuario, es decir, a la medida del hombre. En la homosexualidad siempre está, a cambio, el voyeur del vestuario y el niño llorón al que le dan collejas. Algunos lo han llevado con grandeza y han hecho poesía moral con la herida que les sangra, y otros hay en el mismo PP a los que sólo falta mordisquear un clavel y sin embargo no caen en la comedia. En realidad, lo del matrimonio gay nadie termina de creérselo igual que a nadie se le ocurre creer en la resurrección de su mascota. Lo de Gallardón es el cisma sin ruptura, el lento goteo de la deslealtad.

 
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