Comer, beber y rezar - Ponche y pudding – Sigue habiendo Navidad

Sigue habiendo Navidad al margen de esas cenas de empresa en las que el contable termina bailando a lo Tom Jones y la chica de marketing se retira al baño con una crisis de llanto inexplicable. Cuando Dickens escribe su Cuento de Navidad, busca reencontrar al público con la mítica ‘merry England’ que calentaba los espíritus con tragos de ponche y bocados de pudding. Chesterton dice que Dickens se batía por la antigua alegría europea, por la fiesta pánica y cristiana que nos llevaba a comer, beber y rezar como una trinidad de perfecta congruencia humana*. Tanta repostería conventual, tanta paciencia azucarada de las monjas, encuentra su sentido –afirma Benedicto XVI- en la propia Escritura: ‘aquel día, los montes destilarán dulzura y las colinas manarán leche y miel’. A efectos prácticos, el catolicismo siempre entendió que la cocina es una de las mejores obras de misericordia que podemos tributarnos.

Hoy como ayer, defender la Navidad es defender la capacidad del hombre para lo sagrado, la capacidad de bien, la continuidad de lo visible a lo invisible, el mundo como dignidad y como sentido. Por más que nos cueste creerlo –dice el Papa- la verdad es hermosa. Ese es un esplendor de la verdad: la Navidad entronca con la memoria afectiva, el andamiaje emocional por el cual es posible dar amor porque se ha recibido. Hay ahí un sedimento antiguo de bondad, sólido y real como el turrón de Alicante. No todo es mal y horror. La entrada de Dios en la historia tiene algo de corolario del bien.

La palpitación de intimidad de la Navidad llega al hondón de lo que somos: el tacto primero de la fe, el recuerdo de la maravilla, la inocencia como sabiduría deseable, el corazón como raíz de la mirada. Entre otras cosas, el Jesús que nace en Belén va a necesitar amor –como todos los hombres- para simplemente no morir. La vigencia de la Navidad tiene algo de anclaje no precario contra el tiempo, desde aquella mañana de aguanieve en que alguien nos llevó a coger musgo o por la simple constatación de que cenamos con aquellos que se asomaron a nuestra cuna y se asomarán a nuestra tumba, tanta gente cuyo amor y cuya palabra nos dieron un significado. Hay también un diálogo amoroso entre las miradas del Belén, dentro de esa luz ensimismada. Lo han sabido retratar tantos pintores que incluso podemos olvidar que ese diálogo está en cualquier madre con su hijo. Marina Tsvietáieva llega a decir que alguna dignidad superior tendremos a los ángeles pues sólo nosotros fuimos hechos ‘a imagen y semejanza’ de Dios. El propio Dios se hizo hombre. Nunca estamos lejos del misterio.

En la noche al raso de Belén, la fe tiene la consistencia de la carne, la certeza de significación emotiva del ‘adeste fideles’ como un fanal de luz que lleváramos por dentro. Se hace difícil permanecer ajeno. Luego valdrá casi todo para festejar la Navidad, salvo –quizá- los villancicos con orquestación ‘new age’: la misa del gallo, leer a Lope, escuchar a Dean Martin o a Messiaen, meterle mano al foie cuando nadie mira, besar al Niño en la iglesia sin temor a la mononucleosis infecciosa. En realidad estamos ahí, de procesión hacia Belén, entre un tumulto de pastores, aunque estemos aparentemente fumando un cigarro o con un casco blanco de ipod en la oreja, asistiendo sin enterarnos del todo a la historia de una piedad interminable.

En tiempos de rigor laicista, el Gobierno recomienda comprar con criterio como si nos creyera a la altura de su irresponsabilidad. En realidad, el sentido último de la dadivosidad navideña es la extensión del don de Dios, al margen de que hay que tener una percepción muy enteca de la psicología humana para desconocer la alegría de estrenar unos zapatos. Ni en épocas de pobreza faltó el regalo de reyes porque todos eran dignos de participar en la alegría. Es otra gestualidad del bien, como puede haber cordialidad real en una comida o una copa, en tantos mensajes que sobrevolarán cruzándose estos días. La experiencia del mal –ajeno o propio- puede ser más evidente pero no es menos real que la capacidad de bien. Fuerza paradójica de la debilidad en el Niño que sigue reciénnaciendo todavía.

*Ref. Valentí Puig, La fe de nuestros padres. Las citas de Benedicto XVI provienen de las meditaciones de La bendición de la Navidad.

 
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