Consejos para caerse bien

Hay una edad, que no recuerdo exactamente, en la que el noventa por ciento de los pomos de las puertas coinciden exactamente con la altura de cinturón masculino. Peligrosísima edad que sólo se supera cuando la curva de la felicidad hace acto de presencia. Hace unos cuantos años, estando en esa temible edad, una tarde primaveral, corría yo por los largos y amplios pasillos de mi colegio. Libros bajo el brazo y el autobús escolar a punto de dejarme en tierra. Al fondo, una puerta entreabierta. En esa estupidez que nos domina en las situaciones de atolondramiento transitivo cuando observamos una puerta entreabierta, tendemos a pensar que intentar pasar sin tocarla será más rápido que pararse y empujarla del todo. Yo y mis prisas decidimos que era mejor ceñirse y pasar sin rozar la puerta. Craso error. La hebilla del cinturón y la manilla de la puerta se cruzaron a cámara lenta y se fundieron en un sólido abrazo. Mis libros salieron catapultados contra la puerta de cristal de la sala de profesores y el botón de mi pantalón salió despedido a la velocidad de la luz por el hueco de las escaleras. A la frenada en seco hay que sumar lo que he bautizado como Ley Física del Estúpido Retroceso, que es la que se da cuando el cinturón experimenta el “efecto tirachinas”: en el regreso de la puerta hacia atrás la hebilla hizo de estrobo, la manilla de tolete y yo de remo y juntos navegamos hasta estamparme de narices contra la puerta. Espectacular portazo y dedo gordo de la mano derecha brutalmente aprisionado. Dolor del cuerpo, dolor del orgullo. Al instante, un profesor, la gota que colma el vaso:

-          “Señor Díaz, veo que le divierte mucho dar portazos y lanzar libros contra los cristales de la sala de profesores. Acompáñeme, por favor…”.

-          Lo siento, ha sido sólo un accidente. La hebilla del pantalón… y entonces yo… -expliqué sobresaltado

-          Pues entonces acompáñeme por patoso…

El castigo, una tontería, no fue nada en comparación con el bochorno de tener que preguntar por todo el colegio si alguien había encontrado el botón de mi pantalón.

Quiero ilustrar con esto que hay accidentes terribles. No por trágicos sino por grotescos. Hay muchas formas de caer en el ridículo y muy pocas de salir bien de él. No sé si es cuestión de estilo, de intuición o de suerte, pero a veces salir bien parado está sólo al alcance de unos pocos. Influye el lugar, el ruido generado, la cantidad de personas que lo presencien y otras cosas. La clave suele estar en el entorno y en la posición social del accidentado: no es lo mismo la caída de un bebé que da sus primeros pasos, que la caída de un árbitro en la final de un mundial.

Marcó un antes y un después en la historia de los tropezones ilustres el día en que Fidel Castro, con todo lo que representa –me refiero al terror y a la corrupción-, tropezó, voló por los aires, e impactó contra el suelo ante cientos de personas y cámaras de todo el mundo. Las carcajadas y aplausos se oyeron en hogares de todo el planeta y algunos testigos aseguran que en la Casa Blanca se descorcharon varias botellas de champagne. Sin embargo, se levantó. Parecía imposible que después de semejante caída el dictador cubano pudiese hacer aún más el ridículo, pero lo logró al tomarse en serio su aparatoso aterrizaje. Nada peor que enfadarse por la propia torpeza. Aunque ya sabemos que el sentido del humor de Fidel Castro es equiparable al de un caracol que ha caído accidentalmente en cemento fresco con la boca de la concha hacia arriba.

No conviene hacer del tropezón una tragedia, pero tampoco una comedia. Hay sitios donde uno no puede caerse jamás. Está prohibido, por ejemplo, accidentarse en cualquier tipo de celebración litúrgica, mientras que en los casos de maestros y árbitros se acepta el tropezón contra la tarima, pero no el desparrame sobre el suelo. Reírse abiertamente no es buena solución. Es recomendable evitar el grito mientras uno vuela por los aires. En el aire el silencio tiene que ser tan notable como la inestabilidad que se siente. El grito, ese alarido espontáneo tan frecuente, hace las delicias de quienes rodean al accidentado, que quizá no se habían percatado del espectáculo. Por eso es fundamental ahorrarse el gritito.

Caerse bien es muy importante. Si uno es capaz de caer en silencio, reírse de sí mismo y no romperse nada, podrá conservar su posición social, su puesto de trabajo, su pareja, sus amistades y tal vez su autoridad en el caso de que la tenga. Romperse la crisma y estar orgulloso de ello es inaceptable. Y reprender a quien retoce por el suelo de risa después de contemplar nuestra caída es sencillamente profundizar en el ridículo.

 
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